La paradoja de Newcomb (II)
Ayer dejamos al pobre Bwoimc Liwennmla ante un dilema: elegir llevarse las dos cajas (una transparente con mil cthulhucitos y otra opaca que podría contener cien mil cthulhucitos o nada en absoluto) o sólo la caja opaca. (Por cierto, os recuerdo que esto es una historia para pensar y pasar un buen rato, y no pretende revelar verdades místicas sobre el Universo ni ser una respuesta última a la paradoja de Newcomb. La respuesta de Bwoimc no tiene ni siquiera por qué ser la mía personal, esto es ficción; de modo que, si no has llegado a la misma conclusión que él, eso no quiere decir que estés equivocado, simplemente que no piensas como un Lémur de Magallanes).
La decisión de Bwoimc era complicada. Por un lado, el contenido de la caja opaca estaba determinado de antemano, de modo que si se llevaba ambas cajas, siempre obtendría un mayor beneficio que si sólo elegía la opaca. Bwoimc se hizo un pequeño esquema mental de las posibilidades:
Si la caja opaca estaba vacía, elegir sólo ésa significaría no llevarse absolutamente ningún cthulhucito. Por el contrario, llevarse las dos cajas significaría conseguir los mil cthulhucitos de la transparente. Si la caja opaca estaba llena, entonces llevarse sólo ésa significaría conseguir cien mil cthulhucitos, pero elegir las dos cajas significaría conseguir mil cthulhucitos más.
Pero no debía olvidar que el contenido de la caja opaca estaba determinado por lo que él mismo había elegido en las ocasiones anteriores, al planteársele el mismo dilema. Si había elegido la caja opaca, esta vez la caja contendría cien mil cthulhucitos, mientras que si anteriormente había elegido llevarse ambas cajas, la caja opaca estaría vacía.
Los ojos redondos y miedosos del Lémur se movían, huidizos, desde las cajas hasta el enorme y gelatinoso Terdlanbomitnbeo y otra vez hasta las cajas.
“¿Y bien?”, susurró con voz grave, acariciante y llena de espinas el presidente. “¿Cuál es tu elección, mamífero?”
“El… eli… elijo la caja opaca”, respondió el pequeño Lémur, quien, en realidad, pertenecía a una especie ovípara que no amamantaba a sus crías, pero comprendía que para su jefe todas las criaturas pequeñas y peludas eran iguales (con contadas excepciones, comida).
Terdlanbomitnbeo sonrió, revelando docenas de hileras de dientes afilados y rezumantes de babas. “Antes de revelarte el contenido de la caja, hay algo que quiero preguntarte: ¿por qué has hecho esa elección, cuando llevarte las dos cajas no hubiera cambiado el contenido de la caja opaca y te hubiera reportado un mayor beneficio?”
“Porque… porque llevo mucho tiempo trabajando con usted, su vileza”, respondió Bwoimc. “Es usted una criatura maquiavélica, manipuladora, malévola, sin el más mínimo escrúpulo ni decencia y con una obsesión mórbida por experimentar con las reacciones de las especies sentientes. Además, es usted un experimentador meticuloso.” Los tentáculos de Terdlanbomitnbeo serpentearon ante los halagos de su subordinado, que sabía bien cómo complacer a su jefe.
“Si hoy estamos repitiendo un experimento que hemos realizado los últimos treinta días para predecir mi comportamiento”, continuó la pequeña y peluda criatura, “las condiciones esenciales han de ser las mismas, o las pruebas no servirían de nada. Por ejemplo, si ayer usted me hubiera hecho la misma pregunta, pero me hubiera indicado que no se trataba aún de la prueba definitiva, mi elección se vería inevitablemente alterada por la diferencia en la información inicial: no sería un experimento válido para predecir lo que haría yo en condiciones diferentes.”
“Por lo tanto, debo deducir que ayer, y el día anterior, y el anterior… usted siempre me planteó el problema como si fuera la prueba final, para luego drogarme y hacer que lo olvidase. De modo que, ¿cómo sé que hoy es el último día? ¿Y si no es más que uno más, y mañana no recuerdo lo que ha sucedido hoy?” La cola del Lémur se revolvía nerviosa mientras Bwoimc hablaba. “Y, puesto que mi elección durante las pruebas determina el contenido final de las cajas, no sólo debo pensar en mi beneficio inmediato, sino las consecuencias sobre los días posteriores, si los hay. Si hoy es un día de prueba, indudablemente mi elección correcta es la de la caja opaca, de modo que en la pregunta final esa caja contenga cien mil cthulhucitos.”
“Desde luego, es muy posible que esté equivocado y que hoy sea realmente la prueba final, algo que –salvo que haya usted mentido en la longitud de las pruebas– sucederá un 3,3% de las veces: pero si todos los días anteriores he razonado como hoy, y sospecho que sí, porque mis conclusiones lógicas deberían ser las mismas dado lo cauteloso que soy e idénticas condiciones iniciales, entonces usted debe necesariamente haber predicho que yo elegiría sólo la caja opaca una vez más, y por lo tanto la caja opaca debe contener cien mil cthulhucitos”.
Terdlanbomitnbeo se tornó de un color purpúreo y Bwoimc percibió, aliviado, un olor a arsénico que indicaba que oleadas de placer intelectual recorrían el retorcido cerebro de su jefe. La malévola criatura extendió un largo, viscoso y húmedo tentáculo y abrió la caja opaca. Dentro de ella, en efecto, había cien mil cthulhucitos, adorables como siempre, que miraban a los dos ocupantes macroscópicos de la habitación con curiosidad.
“Llevo oyendo esas mismas palabras, o una variación menor de ellas, cada noche desde hace un mes”, anunció Terdlanbomitnbeo con voz gorgoteante mientras se lavaba un ojo con la lengua, “y no me cabe duda de que no me equivoqué al contratarte, ni tampoco al resistir la tentación de cenar contigo durante estos años.” Bwoimc tragó saliva: en la empresa de Terdlanbomitnbeo, “cenar contigo” no significaba precisamente “cenar en tu compañía”. “Para ser un mamífero, tu razonamiento lógico es admirable. Puedes coger tu recompensa”. Y Bwoimc recibió sus cien mil cthulhucitos.
“Hoy, por cierto” añadió la voz maliciosa de Terdlanbomitnbeo, casi con lástima, si eso fuera posible en un Alienígena Matemático, “no es ese 3,3% final”, y Bwoimc sintió el pinchazo leve de una aguja hipodérmica. “Quedan aún tres días, pero estoy seguro en un 96,3% de que finalmente elegirás la caja opaca.”
Y, efectivamente, Terdlanbomitnbeo no se equivocó en su predicción final, y Bwoimc recibió una recompensa inaudita de cien mil cthulhucitos. Sin embargo, en otra cosa Terdlanbomitnbeo sí se equivocaba: utilizando sus recién adquiridos cthulhucitos, su agudo ingenio y su ilimitado terror a acabar algún día, por azares de la causalidad, en el gaznate de su jefe, Bwoimc Liwennmla derribaría en poco tiempo el imperio financiero de Terdlanbomitnbeo y acabaría con él. Pero eso es otra historia, y tendrá que ser contada en otra ocasión.
Naturalmente, el problema original propuesto por Newcomb y popularizado por Robert Nozick –y posteriormente por el genial Martin Gardner– no tiene esta forma puesto que se trata de personas cuerdas, pero la esencia del problema es la misma: existe un predictor y un elector. El predictor conoce con casi absoluta certeza lo que va a hacer el elector, pero éste tiene libre albedrío y puede elegir llevarse ambas cajas o sólo una.
Existen variaciones de la paradoja original en las que el predictor no tiene certeza “casi absoluta”, sino realmente absoluta: es capaz de ver el futuro, de determinarlo sin la menor posibilidad de error, o de viajar hacia el futuro, presenciar el resultado de la elección, y luego volver al pasado y disponer el contenido de la caja opaca en consonancia con lo que ha visto.
El problema, expuesto de ese modo más “fuerte”, niega el libre albedrío en su forma absoluta (pues si el libre albedrío absoluto existe, no es posible predecir el futuro), y requiere además romper la causalidad pasado -> futuro del Universo, pues existe un suceso futuro que determina uno pasado, algo que Philip K. Dick mostraba de forma extraordinaria en algunas de sus historias cortas y que tiene consecuencias muy difíciles de explicar, más aún en mi opinión que la típica de “si matas a tu abuelo, entonces no puede haber nacido ni matarlo”.
Por ejemplo, imagina que puedes viajar libremente en el tiempo. Viajas hacia un futuro lejano, y mientras exploras la Tierra del futuro encuentras las ruinas de una ciudad. En las ruinas descubres una estatua muy hermosa: tan hermosa que decides llevártela a casa. Vuelves hacia el pasado, y pones la estatua en el salón de tu casa. Con el paso de los años, mucho después de tu muerte, hay una guerra y la ciudad queda en ruinas. Muchos siglos después, un explorador en el tiempo descubre la estatua… ese explorador eres tú, y te la llevas de vuelta a casa. ¿de dónde diablos ha salido la estatua? ¿quién la ha creado?
Sin embargo, incluso en su forma “blanda” original, en la que no hay viajes en el tiempo ni nada parecido, se cuestiona el carácter absoluto del libre albedrío: si alguien hace exactamente el mismo experimento conmigo no treinta veces, sino un millón de veces, y todas ellas reacciono igual ante los estímulos que se me presentan, pero yo desconozco el resultado de esos experimentos, mi percepción de mí mismo es que tengo libre albedrío, pero quien me ha estudiado probablemente diría que no lo tengo; o que sí lo tengo pero voy a ejercerlo, seguro, en un sentido determinado, lo cual sería empíricamente indistinguible de no tenerlo.
Lo extraño desde el papel del elector es precisamente eso, y ahí radica la sensación paradójica que en algunos crea el problema: Bwoimc sabe que alguien ha predicho con casi total certeza lo que va a hacer, con lo que es consciente tanto de la visión propia de libre albedrío como de la percepción ajena determinista. Y, en la historia, el Lémur utiliza ese conocimiento en su provecho. Pero, si se realizase ese millón de experimentos sobre mí y nadie me informase de ello, yo seguiría teniendo una percepción de libre albedrío que no sería compartida por el predictor.
En fin. Espero que la historieta os haya hecho pasar un buen rato y, además, que hayáis utilizado las células grises de la mejor forma que se pueden usar: sin un fin más allá del placer de usarlas. Y repito lo que dije al principio de la entrada inicial: si has disfrutado de este artículo, tienes una mente enferma. Y, si no lo has hecho, ¿por qué no me has hecho caso? Recuerda que mi primer consejo fue que no lo leyeras. Sin embargo, debo reconocer que había predicho que sí lo harías, ¡y aquí estás!
En la siguiente entrada de la serie, otra paradoja: la de Simpson.
Para saber más:
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Créditos: Pedro Gómez-Esteban González. (2009). El Tamiz. Recuperado de: https://eltamiz.com/