Cuántica sin fórmulas – 24/24 – El Teorema de Bell
Sin embargo, no puedo creerla seriamente, porque la teoría es inconsistente con el principio de que la Física debe representar una realidad en el espacio y el tiempo sin acción fantasmal a distancia…
Albert Einstein en una carta a Max Born, 1947.
Hace ya un año que hicieron su aparición los cuantejos en El Tamiz. Se trataba del momento en el que introducíamos en la serie Cuántica sin fórmulas el concepto de entrelazamiento cuántico, y desde entonces la serie se ha dedicado, fundamentalmente, a explorar las consecuencias prácticas y teóricas del concepto de entrelazamiento, dañando irreversiblemente las mentes que la han ido siguiendo desde entonces. Hoy continuamos con ello, de una forma aún más teórica que antes; intentaremos comprender juntos la demostración y enunciado del Teorema de Bell, cuyas consecuencias filosóficas hubieran hecho temblar a Einstein – no olvides la cita de arriba según avancemos en el artículo–. Es considerado por algunos como uno de los más revolucionarios del último siglo por lo que significa, combinado con los experimentos, acerca del Universo que nos rodea.
Pero, antes de bucear juntos en la cuántica, los avisos de rigor (si llevas mucho tiempo con nosotros, mejor saltas hasta el párrafo “En el último artículo…“ para no leer lo que, con unas palabras u otras, has leído muchas veces ya):
En primer lugar, esta serie es, de lejos, la más abstracta y difícil de comprender de El Tamiz. Algunos artículos, como éste, prácticamente requieren coger un lápiz y un papel y hacer algunas anotaciones según los lees para no liarte, y a menudo es necesario leerlos varias veces para ir asimilando las cosas; en parte esto se debe a que describen conceptos complejos, y en parte a que muchas veces se trata de cosas completamente ajenas a nuestra intuición. En resumen, que hace falta cierto esfuerzo para sacar algo en claro de ellos, y gran parte del trabajo para comprender las ideas tras estos pobres artículos debe ser tuyo. Si te sirve de consuelo, imagina el esfuerzo que me supone a mí escribirlos –éste en particular, tres veces antes de quedarme sólo parcialmente satisfecho con el resultado–.
En segundo lugar, lo que vas a leer es un hatajo de simplificaciones y trampas abyectas para hacer comprensible al lego algo que es muy difícil de entender incluso para nosotros los físicos, así que si buscas rigor y explicaciones completas, mejor lo haces en otra parte. En mi opinión, como sabéis los viejos del lugar, es mucho mejor para el lego recibir una explicación conceptual asequible, aunque sea mediante analogías con sus correspondientes “agujeros”, que simplemente recibir un “esto es muy complicado, no lo entenderías” –que tiene la ventaja para nosotros de servir de escape cuando nosotros tampoco lo entendemos de verdad, con lo que no podemos explicarlo con palabras sencillas–.
Finalmente, si las palabras cuantejo zanahoriófilo, entrelazamiento o superposición te suenan raras, es que no has llegado hasta aquí con el resto de nosotros. Mi recomendación es que empieces la serie por el principio, o al menos desde que introdujimos el concepto de estado cuántico, o este artículo te va a resultar aún más raro de lo que es por sí mismo. ¿Que tienes que leer mucho antes de volver aquí? Pues sí… como he dicho antes, gran parte del esfuerzo para sacar algo en claro de esto debe ser tuyo.
En el último artículo, como espero que recuerdes, nos dedicamos a estudiar el experimento del detector de bombas de Elitzur-Vaidman. Allí nos preguntábamos acerca de dos conceptos puestos en duda por muchas predicciones de la cuántica y esenciales en la concepción clásica del Universo, y que se ponían de manifiesto en el experimento mental de esos dos físicos.
Por un lado, el realismo: la idea de que las cosas son como son y tienen unas propiedades determinadas, independientemente de que las midamos o no. Para entendernos, siempre que ante una paradoja cuántica te preguntas, “Sí, pero ¿dónde está el electrón/qué velocidad tiene/cuál es su espín/cómo son las cosas… de verdad?”, estás apelando, consciente o inconscientemente, al realismo, algo que está enterrado en nuestra intuición de una manera muy difícil de desterrar.
Por otro lado, el localismo, es decir, la idea de que los sucesos se producen en un lugar determinado y sus consecuencias viajan por el resto del Universo pasando por todos los puntos intermedios. Es más fácil comprender la idea de localismo expresándola a la Einstein, a saber: no existen “acciones fantasmales a distancia” que conecten, de forma instantánea, puntos diferentes del Universo. Lo que yo hago en un lugar no puede tener consecuencias inmediatas en otros lugares muy lejanos. Como el realismo, se ha tratado tradicionalmente de una idea implícitamente asumida por la Ciencia, aunque la cuántica en muchos casos la ponga en duda.
Sin embargo, a veces aquí hemos hablado de cómo cambiar el estado de una partícula modificaba instantáneamente el estado de una partícula entrelazada con ella. Ya dijimos entonces que esto puede interpretarse de dos maneras: si la mecánica cuántica es una teoría completa, el estado es la partícula, de modo que si cambia el estado es que ha cambiado la partícula, y el realismo no se sostiene. Por el contrario, es posible que el estado no sea toda la información sobre la partícula, en cuyo caso es posible que cambie el estado sin que cambie la partícula.
Tanto Einstein como otros científicos, a quienes llamaré real-localistas, rechazaban de plano una Física que abandonase cualquiera de esos dos conceptos. El problema era, naturalmente, que los experimentos parecían avalar la mecánica cuántica, ya que sus predicciones se cumplían extraordinariamente bien. Para los real-localistas el problema no era que el Universo fuese así de raro –en su opinión, no lo era–, sino simplemente que la propia teoría cuántica estaba incompleta, algo que podemos ver claramente con un ejemplo sencillo de los que hemos trabajado antes en la serie si lo explicamos desde el punto de vista de un real-localista.
Si yo produzco un par de cuantejillos entrelazados, de modo que si al medir el estado de uno de ellos resulta ser zanahoriófilo puedo estar seguro de que el otro es zanahoriófobo (y, antes de medir ninguno, ambos tienen un 50% de probabilidad de estar en cualquiera de los dos estados), un real-localista lo explicaría así:
Lo que sucede es que se han generado dos cuantejos con características opuestas desde el principio. Uno de ellos es zanahoriófilo, y siempre lo ha sido desde su creación, aunque yo no lo mida. El otro es zanhoriófobo desde el principio. Cuando mido uno de los dos, puesto que no sé cuál es cuál, naturalmente hay un 50% de probabilidad de que resulte ser, por ejemplo, zanahoriófobo. Pero el cuantejo no ha cambiado, lo que ha cambiado es mi conocimiento sobre él. Y el otro cuantejo no cambia instantáneamente cuando mido éste, ¡qué idea más peregrina! No, lo que pasa es que, si yo tengo el zanahoriófobo, el otro debe ser necesariamente su contrapartida, un cuantejo zanahoriófilo, como siempre fue, aunque yo no lo supiera. La zanahoriofilia y la zanahoriofobia son características reales de los cuantejos, y no se transmiten fantasmalmente a distancia.
¿Cómo es posible entonces que nunca podamos ir más allá de simples probabilidades en la cuántica?Para el real-localista, el problema es la propia cuántica. Hacía falta una teoría más completa, que tuviese en cuenta “variables ocultas” que la cuántica no consideraba – entonces, las probabilidades se desvanecerían y podríamos saber cómo son las cosas de verdad. Es como si yo tuviera una teoría acerca de que, tras un día lluvioso, hay un 60% de probabilidad de que llueva otra vez, sin tener en cuenta nada más. ¡Menuda meteorología! Si estudiase las variables que no tengo en cuenta (temperatura, velocidad del viento, humedad relativa, etc.) y estableciese modelos correctos, ese 60% se convertiría en algo muchísimo más preciso y determinado – la indeterminación no estaba en el tiempo meteorológico, sino en mi conocimiento limitado anteriormente.
Podría parecer que no se puede ir más allá en la discusión. ¿Cómo demostrar que la cuántica sí es una teoría completa? ¿Cómo demostrar que el realismo, o el localismo, no se cumplen en el Universo? El argumento “ah, pero la teoría cuántica no es completa” es difícil de rebatir con experimentos de ningún tipo… porque nunca es posible estar seguro de cuándo una teoría científica es completa. Aquí es cuando entra en escena el físico norirlandés John Stewart Bell (a la derecha de pie frente a la pizarra), que consigue con una elegancia fuera de lo común lo que parecía imposible: predecir resultados experimentales que deben cumplirse, sí o sí, para un Universo real-localista, sin la menor hipótesis acerca de la mecánica cuántica.
Antes de zambullirnos en la demostración del Teorema en cuestión, quiero tratar de hacerte ver la enorme originalidad de enfoque de Bell: otros habían intentado antes demostrar, a partir de las propiedades de la mecánica cuántica, resultados experimentales determinados. Pero eso no resolvía el problema: sí, la mecánica cuántica predecía esos resultados, pero tal vez habría otra teoría más completa que no sólo predijese los mismos resultados en esos experimentos, sino que además tuviera en cuenta variables ocultas o cosas que se hubiesen escapado a la cuántica, y lo explicase todo sin romper el localismo ni el realismo. Un callejón sin salida para discutir sobre esos dos aspectos.
Pero Bell hace exactamente lo contrario. Partamos de la hipótesis de que la realidad existe y es local, dice Bell, ¡justo el mismo punto de partida que el de Einstein y los real-localistas! ¿Qué consecuencias experimentales tiene eso? Naturalmente, muchas, pero John Bell consigue razonar meticulosamente sobre una en concreto: existe un límite en un determinado resultado experimental que no puede sobrepasarse si la realidad es local. Cualquier experimento que esté dentro de esos límites es compatible con una realidad local y no demuestra nada… pero si un solo experimento se sale de esos límites, no es posible explicarlo con absolutamente ninguna teoría real-localista. Fíjate que Bell no sostiene que la cuántica sea verdad, sino que su Teorema se centra en el localismo y el realismo, y consigue romper el nudo gordiano como debe hacerlo la Ciencia, estableciendo condiciones que pueden comprobarse de manera empírica. Después volveremos a hacer énfasis en esto.
De modo que ponte el gorro de pensar, audaz y estimado lector, y razonemos juntos de un modo similar a como lo hizo Bell en 1964 en su “On the Einstein Podolsky Rosen Paradox” –a la que enlazaremos al final para los valientes– en la que establece su famoso Teorema. Naturalmente, Bell era una persona respetable y seria, y nunca jamás hubiera utilizado cuantejos, apio ni zanahorias en su razonamiento… peor para él, que se quede con sus aburridos electrones, fotones, espín y estados de polarización. Nuestro argumento es conceptualmente equivalente al suyo, pero con todas las salvedades que puedas imaginar: si ves agujeros en este razonamiento, los agujeros están en mis pobres analogías, no en el impecable artículo de Bell.
Como verás, el razonamiento completo es bastante lógico y, francamente, no hay sorpresas ni momentos extraños… lo extraño no es la conclusión del razonamiento, como veremos al finalizar, sino otra cosa diferente.
¡Vamos con ello!
En nuestro razonamiento, partiremos de dos hipótesis que harían feliz a Einstein –y muchas veces, para qué vamos a engañarnos, al resto de nosotros–, y olvidemos por un momento la maldita mecánica cuántica y sus conceptos incomprensibles:
- Las propiedades de un sistema físico existen independientemente de cualquier medición – existe una realidad “de verdad”.
- Los cambios en un sistema físico no pueden propagarse instantáneamente a otros lugares del Universo – esa realidad es “local”.
Imaginemos pues que tenemos una máquina que produce cuantejos. Los cuantejos producidos pueden ser de tres tipos: zanahoriófilos, apiófilos y manzanófilos, según adoren una de esas tres comidas (zanahoria, apio o manzana). Un cuantejo tiene gusto por uno de los tres alimentos y sólo uno, de modo que si es zanahoriófilo es necesariamente apiófobo y manzanófobo, y del mismo modo con las otras viandas. Naturalmente, nunca podemos estar seguros de a cuál de los tres tipos pertenece la adorable criatura hasta que le presentamos algún alimento, e incluso entonces es posible que no sepamos cuál es: si le presentamos una zanahoria y la rechaza, por ejemplo, no sabremos si es apiófilo o manzanófilo, simplemente habremos descartado el hecho de que pueda ser zanahoriófilo.
Eso sí, dado que la realidad existe, los cuantejos son de un tipo determinado desde que nacen, nada de esa palabrería cuántica de que “está en un estado superpuesto de zanahoriófilo, apiófilo y manzanófilo hasta que colapsamos la función de onda al medirla”. Nada cambia el tipo de cuantejo una vez éste ha nacido como es. En este artículo, para entendernos gráficamente, representaremos por tanto a los cuantejos con uno de estos tres dibujos, dependiendo de a qué grupo pertenezca en cada caso:
(Todas las ilustraciones de este artículo, por cierto, son obra de Geli, afortunadamente para vosotros).
Nuestra máquina tiene otra peculiaridad: produce los cuantejos como pares de gemelos idénticos. Ambos son zanahoriófilos, ambos apiófilos o ambos manzanófilos. Esto significa que si yo estoy en un lugar y tú en otro, y yo enseño a mi cuantejillo una manzana y se la zampa feliz y contento, puedo estar seguro de que el tuyo también es manzanófilo, no porque haya habido una conexión instantánea entre ellos ni nada parecido, sino porque simplemente he comprobado que mi cuantejo siempre fue manzanófilo, luego el tuyo también lo ha sido siempre. ¡En esta casa se respeta el localismo!
Además, esta máquina produce los pares completamente al azar: un tercio de las veces produce cuantejos zanahoriófilos, un tercio apiófilos y un tercio manzanófilos. Cómo hace esto es indiferente, y no requiere en absoluto de probabilidades cuánticas; podemos tener dentro un operario con un dado de seis caras que lo lance cada vez y produzca el par de cuantejos correspondiente: 1-2 significa zanahoriófilos, 3-4 apiófilos y 5-6 manzanófobos. O podemos tener un ordenador que genere al azar el tipo de cuantejos, da exactamente lo mismo mientras desde fuera no podamos saber de qué tipo se han producido y los tres casos sean equiprobables.
Finalmente, supongamos que tú y yo tenemos sendos detectores de cuantejos a una gran distancia entre ellos, simplemente para eliminar cualquier posible interacción que no pudiéramos detectar. Estos detectores son máquinas muy simples: a elección de quien las maneja, pueden presentar al cuantejo que llega una zanahoria, un apio o una manzana. Si el cuantejo se lanza, ávido y feliz, a por la comida, se enciende una luz verde en la máquina. Si el cuantejo pone cara de asco y rechaza, despectivo, el alimento, se enciende una luz roja. Nuestras máquinas tienen una palanca con la que podemos seleccionar cuál de los tres alimentos habrá esperando al cuantejo cuando llegue. Por ejemplo, en este caso la luz se pondrá verde, pues estamos ofreciendo apio a un cuantejo apiófilo (aunque no sabemos que lo es hasta entonces, claro):
Supongamos que tú y yo ponemos las palancas de nuestros detectores en la misma posición, da igual cuál, y que la máquina que produce cuantejos nos lanza un millón de pares aleatorios de las adorables criaturas. ¿Qué probabilidad habrá de que las luces de nuestras dos máquinas coincidan cada vez?
Naturalmente, la probabilidad es del 100%. Si los cuantejos son, por ejemplo, zanahoriófilos, y ambos ponemos la palanca en “zanahoria”, tanto tu máquina como la mía encenderán la luz verde. Si ponemos la palanca en “apio” o “manzana”, tanto tu luz como la mía serán rojas. Si la máquina produce un millón de cuantejos al azar y nuestros detectores tienen la palanca en la misma posición el uno que el otro, el millón de veces coincidirán nuestras luces: a veces serán verdes cuando acertemos, otras serán rojas, pero siempre del mismo color la tuya que la mía. Y, aunque no sea demasiado importante para nuestro experimento, nuestras luces serán verdes 1/3 de las veces (cuando acertemos con la comida), y rojas los 2/3 restantes (cuando no acertemos con la comida).
Espero que, hasta aquí, todo esté claro. Ahora, compliquemos la cosa un poquito, que te toca pensar a ti.
Imagina que tanto tú como yo nos agenciamos un dado, y hacemos lo mismo que el operario de la máquina productora de cuantejos. Para cada cuantejo que vaya a llegar a mi detector, si me sale 1-2, pondré la palanca en posición “zanahoria”, si es 3-4 en “apio” y si es 5-6 en “manzana”. La probabilidad de que acierte con la comida, desde luego, sigue siendo de 1/3 para cada cuantejo, y si me llegan 9 millones de cuantejos, se encenderá la luz verde unos tres millones de veces. Pero ésa no es la cuestión, sino hacernos la misma pregunta de antes: ¿cuántas veces de los nueve millones coincidirán nuestras luces?
Podría decírtelo directamente, pero creo que la comprensión es mucho mejor si haces la cuenta tú mismo. Si tú seleccionas cada vez una palanca al azar, y yo hago lo mismo, y recibimos nueve millones de pares de cuantejos aleatorios, ¿cuántas veces coincidirán nuestras luces? Seguramente te hará falta un lápiz y un papel para hacer alguna pequeña tabla en la que mostrar las posibles combinaciones de “posición de palanca” en tu máquina y la mía. Antes de seguir leyendo, piensa sobre ello.
Básicamente, existen nueve posibles combinaciones de posiciones de palanca entre tú y yo, todas igualmente probables: tú zanahoria-yo zanahoria, tú zanahoria-yo apio, etc. Puedes verlas todas en la siguiente tabla:
Supongamos que recibimos un par de cuantejos zanahoriófilos (lo que hemos representado en la tabla, para no olvidarlo al rellenarla, en la esquina superior izquierda). ¿En cuántas de las nueve posibles combinaciones coinciden nuestras luces? Si ambos ponemos las palancas igual, naturalmente obtenemos los dos el mismo resultado. Pero hay veces en las cuáles también obtenemos el mismo resultado de luz roja incluso aunque no tengamos las palancas igual: puesto que al cuantejillo le gustan las zanahorias, si tú tienes la palanca en “apio” y yo en “manzana”, tanto tu luz como la mía serán rojas. Si antes de ver la tabla no sabías por dónde empezar, piensa en cuáles de los nueve casos coinciden nuestras luces, y luego sigue leyendo. Puedo parecer pesado, pero no es lo mismo verlo hecho que haberlo trabajado tú mismo.
Aquí tienes la tabla rellena para un par de cuantejos zanahoriófilos, con las casillas en las que coincidimos resaltadas con “tic” verde:
Pero ¿qué sucedería con las probabilidades para un par de cuantejos apiófilos, o manzanófilos? Pues exactamente lo mismo: siempre hay tres de las nueve opciones en las que coincidimos seguro (cuando hacemos lo mismo con la palanca el uno que el otro), y otras dos en las que también coincidimos aunque las palancas no estén igual (cuando no acertamos ninguno pero con alimentos diferentes). El resultado es, por tanto, siempre el mismo. Si cuentas las casillas en las que coincidimos en la tabla de arriba, verás el número mágico: cinco de cada nueve veces (5/9 de las veces) coincidirán nuestras luces.
Sería posible, naturalmente, que nuestro operario hiciese trampa o tuviese un dado defectuoso, de modo que no lanzase pares cuantejos con 1/3 de probabilidad cada uno, sino que unos tipos fueran más probables que otros… pero eso no modificaría en absoluto el 5/9. También sería posible que el operario, en vez de producir cuantejos zanahoriófilos, apiófilos o manzanófilos produjese cuantejos “aberrantes”: por ejemplo, cuantejos que siempre se comen cualquier alimento que se les pone delante, o que nunca comen ninguno. Pero, si hiciese eso, entonces coincidiríamos siempre: por ejemplo, si los cuantejos aceptan cualquier comida, tanto tu luz como la mía serán verdes siempre, y lo mismo si los cuantejos rechazan cualquier comida.
El operario podría incluso hacer que los cuantejos fueran aún más complejos: podría lanzar cuantejos zanahorio-apiófilos, que aceptasen esas dos verduras pero no las manzanas, o manzano-zanahoriófilos, o cualquier combinación que en vez de aceptar una y rechazar dos viandas, aceptase dos y rechazase una. Pero eso tampoco podría hacer jamás que coincidiésemos menos de 5/9 de las veces. De hecho, si tú y yo nos mantenemos firmes en nuestra aleatoriedad al poner la palanca en nuestros detectores, y el operario lanza pares de cuantejos idénticos que son de los tipos normales o los aberrantes, todos mezclados, podemos estar seguros de una cosa, la conclusión final de nuestro teorema absolutamente lógico y razonable:
Nuestras luces coincidirán, al menos, 5/9 de las veces.
Fíjate que digo “al menos” para protegernos de la posibilidad de cuantejos aberrantes. Puede que sean 5/9, o un poquito más, pero seguro, segurísimo, que no van a ser menos, ya que cualquier desviación de la aleatoriedad del operario sólo puede mantener o aumentar la proporción de coincidencia entre nosotros – si lo hacemos suficientes veces, claro; es posible que lo hiciéramos nueve veces y salieran dos coincidencias y siete desacuerdos, pero sobre nueve millones de veces, seguro que se aproxima mucho a 5/9. Y en todo esto no hemos hablado en absoluto de cuántica, pero hemos establecido un límite claro que es imposible atravesar. Ésa es la maravilla y la genialidad de John Stewart Bell: que obtuvo una desigualdad inquebrantable y relativamente sencilla de comprobar experimentalmente. Y esa desigualdad es el resultado de un razonamiento que, espero, te habrá parecido lógico, sensato e inevitable.
Sin embargo, la conclusión de arriba es una mentira como un piano de cola.
Porque, una vez tenemos una afirmación como ésa, no hay más que preparar experimentos de este tipo y comprobar cuántas veces coinciden nuestras luces. Desgraciadamente, nuestra tecnología aún no ha logrado producir cuantejillos zanahoriófilos, con lo que los experimentos para comprobar que se cumple la desigualdad de Bell (que coincidimos 5/9 o más de las veces) se han realizado con miríadas de pares de partículas entrelazadas, como electrones y fotones, y se emplean propiedades como el espín o el estado de polarización. Mucho más prosaico, pero igualmente válido. Y, cuando se hace el experimento análogo al que hemos hecho nosotros arriba con cuantejos, ¿sabes cuántas veces coinciden nuestras luces?
La mitad.
En otras palabras, 4,5/9 de las veces, no 5/9. Puede parecer que los números se parecen mucho, y que el 50% y el 55,555…% son tan similares que la diferencia puede ser simplemente un error, y que la desigualdad de Bell no se cumple por la falta de precisión. Pero, si sabes de probabilidad, eres consciente de que, para un número enorme de pruebas –y en muchos experimentos diferentes, no sólo en uno– un 5% de diferencia es una enormidad. Dicho de otro modo, la conclusión empírica, escribiéndola como hemos hecho arriba es que
Nuestras luces pueden coincidir menos de 5/9 de las veces.
Y eso es imposible.
O, mejor dicho: es imposible si nuestro razonamiento anterior era válido. Puesto que ese 4,5/9 se ha comprobado experimentalmente, nuestro razonamiento anterior no puede ser válido. Ahora bien, un razonamiento puede no ser válido porque hay un error en el proceso seguido, o porque alguna de las premisas de que partía era falsa. Puesto que nuestro razonamiento es sólido, la conclusión es impepinable: al menos una de nuestras premisas es falsa.
Dicho de otro modo: o bien no existe una realidad objetiva, o bien la realidad no es local, o ninguna de las dos cosas. Y esto no tiene absolutamente nada que ver con la mecánica cuántica, pues es aplicable independientemente de cuánto avance la cuántica y cuántas cosas tenga en cuenta. Si las partículas tienen propiedades intrínsecas que no son establecidas al medirlas sino inherentes a las cosas, y no existe manera de que esas propiedades cambien instantáneamente cuando suceden cosas en otro lugar, no es posible que nuestras luces coincidan la mitad de las veces… pero sí lo hacen.
De modo que el Teorema de Bell establece un límite experimental que ninguna teoría real-localista puede rebasar. Ese límite se rebasa experimentalmente, luego ninguna teoría real-localista puede explicar esos experimentos. Eso es, básicamente, el avance revolucionario que estableció el bueno de John. De haber estado vivo, Einstein indudablemente hubiera sufrido al ver los resultados experimentales que desmontaban las hipótesis del teorema.
Por si cabe duda, el teorema en sí no dice que las premisas sean falsas, sino que si son verdaderas, la desigualdad debe cumplirse. Podríamos enunciarlo, en los términos de este artículo, así:
Si existe una realidad local, nuestras luces coincidirán al menos 5/9 de las veces.
Los experimentos violan esa desigualdad, de modo que nuestra conclusión puede ser entonces que no hay una realidad local, pero el teorema es independiente de los resultados de los experimentos, simplemente establece el marco teórico que deben o no cumplir para satisfacer las premisas o no. Siento ser repetitivo, pero no quiero confusiones respecto a qué es el Teorema de Bell y qué son los intentos empíricos de extraer conclusiones a partir de él, ya que mi intención en este artículo es precisamente que tengas una idea aproximada del razonamiento y el enunciado del Teorema.
Hay otra cosa que tampoco dice el Teorema de Bell, aunque a veces se oiga por ahí. No dice que si se incumple la desigualdad “la cuántica tiene razón”. Es perfectamente posible que haya una teoría más completa, mejor, más precisa que la cuántica, y que la mecánica cuántica que tenemos resulte patética e hilarante para nuestros nietos: pero, lo que quiera que sea que la reemplace, no puede ser una teoría real-localista. En otras palabras: la cuántica es rara, y tal vez esté equivocada, pero no es rara por estar equivocada; cualquier teoría que la reemplace también sera rara, porque el Universo lo es.
Tampoco es posible concluir que el Universo no es real ni tampoco local: recuerda que hemos demostrado que al menos una de las dos premisas es falsa, no que ambas son falsas. Es perfectamente compatible con esta combinación de razonamiento y experimentos un Universo real en el que hay transferencia instantánea de propiedades físicas. También lo es un Universo sin esa transferencia instantánea, pero en el que la realidad se define al medirla. Desde luego, también es posible que ni una cosa ni la otra existan; con lo que quiero que te quedes es con que tal vez las cosas sean raras por un lado, raras por otro o raras por todos los lados, pero raras son.
Eso sí, aunque esto no demuestre nada y sea ajeno al Teorema en sí, la cuántica se comporta de manera ejemplar en estos experimentos. Porque, si se aplica el formalismo cuántico a los experimentos que hemos descrito arriba, la cuántica predice una coincidencia que viola la desigualdad, es decir, una coincidencia menor de 5/9. Y no sólo eso: la probabilidad de coincidencia de acuerdo con la cuántica es exactamente 4,5/9… justo lo que hemos obtenido en los experimentos. No voy a justificar ese resultado aquí, porque los experimentos involucran polarizaciones con ángulos de 45 y 90º, y el 1/2 resulta del coseno de 45º al cuadrado, y es un follón, y no quiero que te quedes con la idea de que la cuántica explica nada: ¡la cuestión no es ésa!
No faltan quienes cuestionan la conclusión a la que hemos llegado; por lo que sé, muy pocos lo hacen atacando el Teorema de Bell –aunque los hay–, cuya conclusión es muy generalmente aceptada. Lo que los proponentes del real-localismo sostienen es que_ los experimentos con los que obtenemos ese 4,5/9 no son válidos_, sino que tienen errores de precisión o de concepto que podrían explicar la diferencia con la predicción de 5/9. Sin embargo, es mucho más numeroso el grupo que opina que tanto la teoría como la práctica son bastante sólidas, y que debemos abandonar la idea de un Universo de realidad local, al menos por uno de los dos lados; por ejemplo, la mayor parte de los defensores de la idea de que la cuántica no tiene aún en cuenta todas las variables (es decir, hay “variables ocultas”) piensan que las variables ocultas explican que nos parezca que no hay una realidad objetiva… pero sí aceptan, en su inmensa mayoría, que eso significa necesariamente que debe haber transmisión instantánea de algunas de estas variables entre sistemas físicos.
Y, sin más, mi salud mental perjudicada irreversiblemente por la elaboración de este artículo, lo mismo que, seguramente, la tuya por leerlo, me retiro a la mazmorra de nuevo. Pero no sin preguntarte, lunático lector de este ladrillo: aunque no tengas manera de demostrar tu afirmación, ¿por qué opción te inclinas tú? ¿real pero no local, local pero no real, o ninguna de las dos cosas? ¿o tal vez estás en el equipo de Einstein y crees que existe una realidad local, y que seguimos fallando en algo?
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Pedro Gómez-Esteban González. (2009). El Tamiz. Recuperado de: https://eltamiz.com