Mercurio
Continuamos hoy nuestro viaje por el Sistema Solar, que empezamos con la Presentación y luego hablando sobre su formación.
Como dije en la presentación, es una serie con mucha documentación gráfica: bajo cada imagen puedes encontrar (cuando existe) la versión a máxima resolución de la foto, por si quieres usarla de fondo de pantalla.
Además, se diferencia de algunas otras series en que, aunque sigue siendo antes simplista que incomprensible, probablemente tiene mayor profundidad que otras que hemos publicado. Todos estamos familiarizados con los aspectos básicos de los planetas, de modo que ¿para qué simplemente repetir lo que ya sabemos? Pero vamos, que puede resultar algo densa, y algunos artículos –como éste– son bastante más largos que la media en El Tamiz.
Aunque tendría sentido dedicar el primer artículo sobre sus diferentes cuerpos al Sol, hace no demasiado tiempo que hicimos justo eso en La vida privada de las estrellas, cuando hablamos sobre las entrañas de una estrella, de modo que no voy a repetirme aquí. Si finalmente publicamos un libro basado en la serie, seguramente revisaremos ese artículo y tal vez lo ampliemos, pero ahora mismo quiero dedicarme a cosas con más contenido nuevo. Hoy hablaremos del planeta más cercano al Sol, y el menor de los planetas rocosos: Mercurio.
Como los otros planetas rocosos, Mercurio es un viejo conocido de la humanidad: está suficientemente cerca de nosotros como para verlo a simple vista. Su magnitud aparente varía, pero cuando está más cerca de nosotros Mercurio brilla más que Sirio, por ejemplo. Por otro lado, su cercanía al Sol supone problemas de los que hablaremos en un momento.
Es difícil saber cuándo se produjo su descubrimiento, pues probablemente sucedió antes de que existiera la escritura. Las primeras menciones escritas del planeta son de los sumerios, de alrededor de 3.000 a.C. Los babilonios también lo mencionan en varias ocasiones, y ya le dan el nombre del mensajero de los dioses, que en su mitología se llamaba Nabu o Nebu.
Los griegos, al principio, pensaban que existían dos planetas, que denominaban Apolo y Hermes. Uno de ellos era visible justo antes de salir el Sol, y el otro justo después de ponerse el Astro Rey. Pitágoras parece haber sido el primero entre ellos en darse cuenta, en el siglo V a.C., que ambos cuerpos celestes eran el mismo: finalmente se quedó con el nombre de Hermes, que tenía a Mercuriocomo su equivalente romano – de ahí que lo denominemos así. El símbolo astronómico de Mercurio está basado precisamente en Hermes, y es una imagen estilizada de su sombrero con alas y su caduceo:
Sin embargo, aparte de saber que existía, poco más se supo del planeta durante milenios. Desde luego, una vez se habían aceptado los modelos heliocéntricos del Sistema Solar, era evidente que Mercurio debía estar muy cerca del Sol, y esto dificulta mucho su observación. El problema es, por supuesto, que el brillo del Sol oculta al pequeño planeta casi todo el tiempo: cuando es posible observar el cielo nocturno, es decir, cuando el Sol no está en el cielo, Mercurio tampoco lo está casi nunca, de modo que es un planeta muy esquivo. De hecho, incluso hoy en día el telescopio espacial Hubble no puede realizar observaciones de Mercurio: por razones de seguridad para proteger sus delicados “sentidos”, no puede apuntar tan cerca del Sol.
El primer astrónomo moderno en observarlo con un telescopio fue, por supuesto, Galileo Galilei a principios del siglo XVII. Sin embargo, el primitivo telescopio de Galileo no le permitió discernir mucho (ni siquiera fue capaz de observar fases). De lo que nadie dudaba, aunque nadie lo hubiera visto, es de que Mercurio pasaba justo delante del Sol relativamente a menudo. De hecho, Johannes Kepler había incluso predicho en qué momentos se producirían estos tránsitos de Mercurio frente al Sol con gran precisión: sólo hacía falta ser capaz de ver al minúsculo cuerpo pasar frente a la estrella.
Esto se logró por fin en 1631: el francés Pierre Gassendi fue testigo del tránsito de Mercurio frente al Sol, perfectamente puntual a la predicción realizada por Kepler. Sólo existen dos planetas capaces de interponerse entre el Sol y nosotros, Mercurio y Venus, pero Mercurio lo hace con bastante más frecuencia que Venus, naturalmente. Desde la observación de Gassendi hemos visto el tránsito muchas veces, la última en 2006 (habrá que esperar hasta 2016 para la siguiente). Aquí tienes una fotografía de ese último tránsito; Mercurio es el minúsculo círculo negro a la derecha y hacia abajo del centro del Sol (lo demás son manchas solares):
Poco a poco se fue avanzando en el conocimiento de este planeta, pero bastante más lentamente que en el caso de otros, precisamente por su cercanía al Sol. Hubo que esperar hasta finales del siglo XIX para que el italiano Giovanni Schiaparelli trazase el primer mapa relativamente correcto (los anteriores eran muy malos). Schiaparelli propuso además que la rotación y la traslación del planeta duraban lo mismo (88 días), es decir, que Mercurio mostraba siempre la misma cara al Sol, como la Luna a nosotros – y esto, como veremos en un momento, es falso. Hubo que esperar hasta alrededor de 1960 para que, utilizando el radar, fuéramos capaces de conocer la verdad.
De hecho, aún no conocemos con exactitud muchas cosas de él, aunque el paso de las dos sondas que hemos enviado hasta ahora nos ha proporcionado multitud de datos, algunos de ellos sorprendentes.
La sonda Mariner 10 visitó Mercurio entre 1974 y 1975, y las fotografías que obtuvo fueron el primer mapa con cierta resolución –no mucha– de la superficie del planeta. Desgraciadamente, el período orbital de la sonda alrededor del Sol era casi exactamente tres veces mayor que el período de rotación de Mercurio, de modo que la Mariner 10 siempre vio la misma cara del planeta, y a pesar de que la sonda tomó casi 3000 fotos de la superficie de Mercurio, sólo hemos tenido el “mapa” del 45% del planeta durante tres décadas.
Esto no quiere decir que la Mariner 10 no obtuviera información interesante del planeta. Muchas de las características de las que hablaremos en un momento, como su campo magnético, la existencia de una tenue atmósfera y la densidad del núcleo, fueron descubiertas por esta sonda en las tres “pasadas” que dio al planeta mientras giraba alrededor del Sol. De hecho, hoy en día la Mariner 10 sigue orbitando el Sol, aunque inerte, y probablemente muy dañada por la cercanía a la estrella.
Su sucesora, la MESSENGER (MErcury Surface, Space ENvironment, GEochemistry and Ranging) fue lanzada en 2004 y realizó su primera aproximación a Mercurio en Enero de 2008 (llegó a estar a tan sólo 200 km de altitud sobre la superficie). A diferencia de su predecesora, MESSENGER no se limitará a realizar pasadas al planeta, sino que en 2011 se pondrá en órbita alrededor de él: la cantidad de datos que recibiremos entonces es difícil de imaginar. Ya se me hace la boca agua.
Además, los treinta años que han pasado se notan: las cámaras de la Mariner tenían una resolución sobre la superficie de 1.600 metros, mientras que la MESSENGER es capaz de discernir 18 metros, unas mil veces más resolución. Las fotos de la superficie de Mercurio que nos ha enviado ya en esta primera aproximación son maravillosas, además de mostrar la cara que Mariner no pudo ver:
En cualquier caso, aunque la MESSENGER (y la sonda euro-japonesa BepiColombo, que se lanzará en 2013) nos proporcionarán mucha información adicional, sabemos ya mucho más sobre este “mensajero de los dioses” de lo que Galileo hubiera podido imaginar. Algunas de las cosas que hemos ido descubriendo eran perfectamente previsibles, pero otras son sorprendentes: ¿qué sabemos sobre Mercurio?
Su órbita es, como he dicho, la más cercana al Sol de todos los planetas: en su perihelio (el punto más cercano al Sol) está tan sólo a 46 millones de kilómetros del Sol (comparados con los 147 millones de kilómetros en el caso de la Tierra). Además, su órbita es la más excéntrica de todos los planetas –antes de que protestes te recuerdo que Plutón ya no es considerado un planeta, aunque hablaremos de eso en su momento–: la órbita de Mercurio tiene una excentricidad de 0,21 y llega en el afelio (el punto más lejano al Sol) hasta unos 70 millones de kilómetros del Sol.
Su órbita está inclinada 7° respecto al plano de la eclíptica (el plano de la órbita de la Tierra), de ahí que no pase frente al Sol cada vez que da una vuelta al Astro Rey, sólo a veces. Pero lo más interesante de la órbita de Mercurio no es tanto esto –que no es nada sorprendente– sino el hecho de que fue una de las pruebas más contundentes a favor de la Teoría General de la Relatividad de Einstein.
La cuestión es que, en ausencia de cualquier otra influencia, la órbita de un planeta es siempre la misma: si sólo existiesen Mercurio y el Sol, la órbita del planeta sería siempre la línea roja de la figura de abajo. Sin embargo, la existencia de otras fuerzas sobre el planeta (como la atracción gravitatoria de otros planetas) hace que la órbita vaya “dando vueltas” alrededor del Sol, algo parecido a lo que sucede cuando una peonza gira y su eje realiza bamboleos alrededor del a vertical. Este fenómeno se denomina precesión orbital, y hace que la órbita de Mercurio se comporte como muestra la línea azul:
Pero cuando los científicos se pusieron a aplicar la mecánica newtoniana al problema comprobaron que, efectivamente, la teoría predecía la precesión orbital, pero los números no cuadraban: la órbita precesionaba demasiado rápido. La diferencia no era tremendamente grande (unos 43 segundos de arco de error por cada siglo), pero estaba ahí. Fue el matemático francés Urbain Le Verrier el que se dio cuenta de este hecho en 1859, pero ni él ni otros matemáticos especializados en mecánica celeste ni los físicos eran capaces de explicarlo.
Hubo que esperar, como en tantas otras cosas, al genio de Albert Einstein. En 1915 Einstein publica su Teoría General de la Relatividad, en la que explica la gravitación de una manera radicalmente distinta de la de Newton: renunciando al espacio euclídeo, Einstein describe la gravedad como la curvatura del espacio-tiempo creada por los objetos masivos. Al desarrollar su teoría matemáticamente para obtener conclusiones susceptibles de observación (para comprobar si era cierta o no), Einstein obtuvo la expresión relativista de la precesión de la órbita de Mercurio.
Era casi igual que la newtoniana… pero no igual. Había un término “extra”, un término que no aparecía para nada en la mecánica clásica, que añadía una precesión adicional cada vuelta y que tenía la siguiente forma:
Cuando se sustituyeron los datos (la constante de gravitación universal G, la masa del Sol M, la velocidad de la luz c, el semieje mayor de la órbita A y la excentricidad e), el resultado era exactamente el que faltaba en la mecánica newtoniana: 43 segundos de arco “extra” por siglo. No fue la única confirmación de la teoría de Einstein, desde luego, pero dejó a más de uno con la boca abierta, sobre todo por la exactitud extraordinaria del resultado. Pero el movimiento de Mercurio es interesante por otras razones.
Mercurio tarda 88 días en dar una vuelta al Sol, y unos 59 en dar una vuelta a sí mismo. De hecho, existe una resonancia 3:2 entre ambos movimientos, es decir, cada vuelta alrededor del Sol Mercurio rota 1,5 veces sobre su eje, de modo que cada 2 vueltas alrededor del Sol Mercurio ha dado 3 vueltas alrededor de sí mismo. Lo que suele suceder cuando un cuerpo pequeño orbita muy cerca de uno más grande es que siempre le muestra la misma cara (como hace nuestra Luna con nosotros), pero la excentricidad de la órbita de Mercurio es suficientemente grande como para que pueda existir esta resonancia 3:2. Esta resonancia hace que cada vuelta completa al Sol, Mercurio ofrezca la cara opuesta a la estrella que en la vuelta anterior:
Aun así, un “año” en Mercurio es simplemente algo más largo que un “día” (1,5 veces más largo), lo que haría que si estuvieras en su superficie el Sol hiciera cosas bastante raras. Para empezar, se movería muy lentamente en el cielo: en algunos momentos se pararía y empezaría a “ir hacia atrás”, para luego volver a ir “hacia delante” en su movimiento aparente. No sólo eso: puesto que la inclinación del eje de Mercurio es minúscula (el de la Tierra está inclinado unos 23°, pero el de Mercurio tan sólo 0,01°) habría lugares en los que el Sol estaría casi exactamente sobre ti, y otros en los que apenas lo verías: en los polos el Sol sólo llega a subir 0,01° sobre el horizonte, es decir, ni siquiera llega a salir entero jamás.
De modo que hay sitios y momentos en los que el Sol te pega de lleno sin remisión, y otros en los que nunca lo ves entero: esto, combinado con la atmósfera casi inexistente (que no puede redistribuir energía térmica), hace que las temperaturas sean extremas. No simplemente altísimas, como mucha gente piensa (de hecho son más altas en Venus), sino extremas – varían desde los -173 °C hasta los 427 °C, dependiendo de dónde y cuándo. Las zonas más inhóspitas, desde luego, son las próximas al ecuador, pues ahí se alcanzan las mayores temperaturas y la radiación solar es brutal. Hablaremos algo más de esto cuando discutamos la posible colonización del planeta.
Aunque no tenga el récord de ser el planeta más caliente, sí lo tiene de ser el más pequeño de todos: su radio es de tan sólo 2440 km (un 38% del de la Tierra). Sin embargo, la gravedad sobre su superficie es comparativamente grande: 0,38 g (es decir, 0,38 veces la aceleración de la gravedad en la superficie de nuestro planeta). La razón es una de las peculiaridades más interesantes de Mercurio, y que aún se está discutiendo: el planeta es extraordinariamente denso.
Piensa que Marte tiene un radio de 3340 km, pero la gravedad en su superficie es incluso algo menor que la de Mercurio: el planeta rojo es bastante menos denso. De hecho, Mercurio tiene el récord de ser el planeta más denso de todos “sin hacer trampa”. ¿A qué me refiero con esto? A que la densidad de un planeta no sólo se debe al tipo de materiales que contiene, sino también a su tamaño: cuando un planeta es muy grande, la compresión gravitatoria hace que, por ejemplo, el hierro en el núcleo de la Tierra sea más denso que el hierro en el núcleo de Mercurio, a pesar de ser simplemente hierro en ambos casos.
La densidad de Mercurio es de 5,43 g/cm3, tan sólo algo menor que la de la Tierra, que es 5,52 g/cm3. Pero claro, la Tierra hace “trampa” al comprimir más la materia que contiene: si eliminamos ese factor gravitatorio, la densidad de Mercurio sería de 5,3 g/cm3 frente a la de la Tierra, de sólo 4,4 g/cm3. De modo que, por así decirlo, la densidad de los materiales que componen Mercurio es mayor que cualquier otra en el Sistema Solar. La pregunta, naturalmente, es ¿por qué?
Existen varias teorías sobre el asunto, pero todas ellas llegan a la misma conclusión: parece que Mercurio no es un planeta “entero”, sino la parte central de un planeta que perdió sus capas exteriores, y que debería haber tenido una masa 2,25 veces mayor que la actual. Una posible explicación sería un terrible impacto, durante la formación del Sistema Solar, con un planetesimal de gran tamaño (al menos unos cientos de kilómetros de radio) que hubiera arrancado una gran cantidad de materia exterior del planeta en formación.
Otra posible explicación tiene que ver con la cercanía de Mercurio al Sol: cuando el Sol se contraía y Mercurio se formaba, la temperatura pudo haber sido en su superficie de hasta unos 10.000 °C, ¡suficiente para vaporizar la roca de la superficie! Es como si la corteza y parte del manto del planeta hubieran “hervido”, y el Mercurio primitivo tuviese durante un breve tiempo una atmósfera compuesta principalmente por el vapor de sus propias rocas. El viento solar, combinado con la débil gravedad del planeta, hicieron entonces que el vapor se dispersase, dejando al pobre planeta “desnudo” de su capa más exterior.
Cualquiera que sea la causa, la estructura interna de Mercurio refleja de manera clara un planeta incompleto: su núcleo es enorme comparado con el tamaño total – tiene un radio de 1.800 km, y un 42% del volumen total del planeta, y está compuesto fundamentalmente por hierro. Alrededor de él está el manto, de 600 km de espesor y hecho de silicatos, y finalmente la corteza. Vamos, no demasiado diferente de nuestro planeta en la composición, pero con proporciones muy distintas.
A pesar de que el planeta es muy pequeño y debería haberse enfriado hace mucho tiempo, estamos bastante seguros de que el núcleo de hierro (o al menos parte de él) es líquido: Mercurio tiene un campo magnético global muy bien definido (aunque muy débil comparado con el de la Tierra, alrededor del 1% en intensidad), algo que sorprendió mucho a los astrónomos cuando fue detectado por la sonda Mariner 10. No conocemos ningún mecanismo de generación de un campo magnético planetario que no involucre material ferromagnético líquido rotando y produciendo el “efecto dinamo”, de modo que se piensa que ésa es la causa del campo magnético de Mercurio.
Naturalmente, esto suscita una pregunta inevitable: ¿por qué no se ha enfriado más, siendo tan pequeño? La razón probablemente estriba, una vez más, en su cercanía al Sol, pero no por la radiación solar, sino por su atracción gravitatoria: cuando Mercurio –que, recuerda, tiene una órbita bastante elíptica– se acerca y se aleja, a la vez que rota alrededor de su eje, el Sol produce mareas suficientemente intensas como para calentarlo según se “estira” y se “contrae” sucesivamente, lo mismo que si tú coges una goma elástica y la estiras y la sueltas muchas veces y acaba calentándose.
No es un efecto muy grande (las mareas del Sol sobre Mercurio son sólo un 17% más intensas que las lunares sobre la Tierra), pero es un planeta pequeño y esta adquisición de energía térmica puede haber contribuido a que mantenga su calor interno más tiempo del que cabría esperar. Aun así, sólo presentó actividad volcánica durante los primeros 700 u 800 millones de años de su existencia, es decir, que la superficie ha estado geológicamente inactiva desde hace mucho, mucho tiempo.
Esto no quiere decir que no se noten aún los efectos de aquella primera época: para empezar, Mercurio tiene mares parecidos a los lunares, extensiones muy planas y de origen probablemente volcánico (coladas de lava). Pero hay otra característica aún más visible en su superficie, los múltiples pliegues que la recorren en todas direcciones, como arrugas en la piel:
Se cree que estas arrugas se formaron porque la corteza se enfrió y solidificó primero, y cuando se siguió enfriando por dentro y se contrajo, la superficie se quebró y se plegó para adaptarse al nuevo contorno del planeta, produciendo pliegues y también largas fracturas. Esta compresión se produjo después de que Mercurio ya tuviese multitud de cráteres, y aún pueden verse muchos de ellos “tajados” por estas fracturas de la corteza:
Respecto a su atmósfera, la verdad es que es prácticamente inexistente: la presión es de 10-15 bares, es decir, unos mil billones de veces más tenue que la terrestre. Está compuesta de oxígeno, hidrógeno, helio, sodio, potasio y otros gases en menor proporción, incluso vapor de agua. Ni qué decir tiene que la atmósfera inicial del planeta desapareció poco después de su formación: Mercurio no tiene suficiente masa para que su gravedad pueda retener una atmósfera durante un tiempo razonable. Sin embargo, aunque tenue, el planeta sí tiene atmósfera, de modo que ¿de dónde viene? Puesto que Mercurio la va perdiendo todo el tiempo, deben existir aportes continuos de gases o no existiría, tenue o no.
Uno de los “generadores de atmósfera” es el campo magnético del planeta, que es capaz de atrapar parte del viento solar (durante un tiempo, claro). Se piensa que el vapor de agua se debe al impacto ocasional de algún cometa sobre la superficie de Mercurio – cuando esto sucede, durante un tiempo se recibe un “soplo” de vapor de agua, que luego poco a poco va escapando al espacio interplanetario. Finalmente, los elementos radiactivos de la corteza, al desintegrarse, liberan helio, sodio y potasio, y la baja presión y elevada temperatura hace que estos dos metales puedan existir como gases. Hace cientos de millones de años, desde luego, los volcanes de la superficie de Mercurio emitían bocanadas de gas que probablemente mantenían una mayor densidad en la atmósfera, pero esto ya no sucede.
Desde luego, en lo que a nosotros respecta para una posible colonización del planeta, es como si la atmósfera fuera inexistente, independientemente del oxígeno que tenga. Sería mucho más eficaz obtener el oxígeno de los silicatos del suelo, por ejemplo, que de la atmósfera. Pero, hablando de una posible colonización, Mercurio parece mucho más hostil de lo que de verdad es. Desde luego, no se tienen muchas dudas de que no puede existir vida nativa, pero con la tecnología adecuada vivir allí no es tan difícil como puede parecer al principio.
Sí, la temperatura puede ser elevadísima, y la radiación solar es “dura” (no hay capa de ozono ni nada que se le parezca) pero no en todas partes: como he dicho antes, en los polos el Sol apenas se ve sobre el horizonte, ¡y eso es si estás en “campo abierto!” Si estableciéramos una base dentro de un cráter, ni siquiera lo veríamos jamás y la temperatura puede hacerse muy baja, como mencioné al hablar de los contrastes térmicos. De hecho, estamos bastante seguros de que las zonas brillantes dentro de estos cráteres (es una imagen generada por radar) son hielo de agua:
De modo que una base construida ahí dentro no sólo estaría protegida de la intensísima radiación solar, sino que tendría cantidades ingentes de agua a su disposición: la foto tiene 450 km de lado a lado, de modo que esos cráteres no son precisamente pequeños; hay mucho hielo que fundir para que funcione una base.
Desde luego, habría que derretirlo, pero ahí es donde tampoco hay ningún problema, ¡estamos en Mercurio! En la cima de la atmósfera terrestre, la intensidad de la radiación solar (llamada constante solar) es de 1366 W/m2. Pero Mercurio está muy cerca del Sol – allí se reciben 9130 W/m2, unas 6,5 veces lo que aquí. Y eso sin contar el hecho de que la atmósfera terrestre absorbe una cantidad apreciable de radiación, mientras que paneles solares situados en Mercurio no tendrían esa limitación. Vamos, que las necesidades de energía están muy cubiertas – basta con tener paneles solares donde sí da el Sol (y de pleno), y transmitir la energía eléctrica a la base (o bases) de los polos. Incluso se ha planteado la posibilidad de construir altísimas torres en los polos (la gravedad es suficientemente baja como para que no sea tan difícil como aquí), de modo que se recibiera radiación absolutamente todo el tiempo, debido a la ínfima inclinación del planeta.
Las posibilidades de Mercurio como generador de energía, de hecho, son muchas. Sería posible, por ejemplo, tener grandes superficies de paneles solares generando una potencia tremebunda y luego transmitir la energía mediante un láser enfocado a otro punto del Sistema Solar. Harían falta, desde luego, elementos ópticos de gran calidad y sistemas de seguimiento para que el láser apuntase en la dirección correcta, pero sería posible, por ejemplo, transmitir energía a naves de exploración de las regiones más externas (donde la energía solar no es una opción), o a dispositivos “repetidores” que la redistribuyeran a cualquier parte de otros cuerpos del sistema, planetas o satélites.
Aunque similares en algunos aspectos, Mercurio tiene ventajas sobre la Luna, además del elevado valor de la constante solar: la gravedad es más del doble que en la Luna, y el campo magnético, aunque débil, es suficiente para proteger la superficie del planeta de lo peor de los rayos cósmicos o las tormentas solares. Además, la elevada densidad y peculiar estructura interna del planeta lo hacen un objetivo perfecto para misiones mineras, y se piensa que parte del helio de la atmósfera es absorbido por el suelo, que puede tener elevadas concentraciones de helio-3, un isótopo perfecto para realizar la fusión. De modo que Mercurio podría convertirse un día en un productor de materias primas y energía de gran importancia.
El principal problema de establecer una base en Mercurio y transferir grandes cantidades de material hacia el exterior del Sistema (por ejemplo la Tierra) es que el planeta se encuentra muy “hundido” dentro del potencial gravitatorio del Sol. Es decir, una vez que estás allí, es difícil volver a escapar hacia zonas más exteriores, porque la atracción gravitatoria del Sol es muy intensa, de modo que hace falta utilizar enormes cantidades de energía para tener la velocidad necesaria para llegar, por ejemplo, a nuestro planeta (aunque energía, como hemos dicho, no falta en Mercurio). Lo mismo sucede al revés: cuando viajas hacia Mercurio desde la Tierra aceleras cada vez más, de modo que cuando llegas allí vas muy rápido y debes frenar.
Es posible utilizar otros planetas, como Venus y la propia Tierra, para modificar la velocidad de un cuerpo (utilizándolos, por ejemplo, como “honda gravitatoria”), pero hacerlo requiere tiempo. Está muy bien para sondas como la MESSENGER, para no gastar demasiada energía, pero la sonda salió en 2004 y no llegará hasta 2011 a estar en órbita alrededor del planeta (sí, acaba de pasar por delante, pero iba muy deprisa). No es factible que una misión tripulada a Mercurio tarde siete años, aunque sí lo sería para enviar materias primas en uno u otro sentido.
Lo que es indudable es que, si la especie humana establece algún tipo de base permanente en la zona interior del Sistema Solar, Mercurio es un lugar idóneo por la riqueza mineral y energética, la gravedad y el campo magnético. Es como una “Luna mejor que la Luna”, y todo lo que aprendamos en la colonización de nuestro satélite nos servirá, y mucho, para una futura colonización del pequeño Nebu. ¿Quién se lo hubiera dicho a los babilonios?
En la próxima entrega, Venus.
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Pedro Gómez-Esteban González. (2009). El Tamiz. Recuperado de: https://eltamiz.com/el-sistema-solar/