El Sistema Solar – El Cinturón de Asteroides (I)
En la última entrada de la serie El Sistema Solar hablamos acerca de los dos satélites de Marte, Fobos y Deimos. Hoy abandonamos por fin la minúscula región interior del Sistema y nos alejamos de nuestra estrella para llegar a una región de transición: el Cinturón de Asteroides, a veces llamado actualmente el Cinturón Principal de Asteroides, ya que hemos ido descubriendo otros.
Esta serie es ligeramente diferente a otras de El Tamiz: puesto que habla, en muchos casos, de cosas que ya conocemos incluso del colegio, no se ajusta tanto como otras al lema de la página, “Antes simplista que incomprensible”. Aunque sigamos tratando de no aburrir ni de complicar demasiado las cosas, intentamos ir más allá de lo que se suele estudiar en los libros de texto y profundizar más en el conocimiento de los cuerpos del Sistema y de planetología en general. Finalmente, otro objetivo de la serie es proporcionar documentación gráfica en abundancia, no sólo por lo que se aprende con ella, sino porque hay fotos de enorme belleza ahí fuera… sí, también del cinturón de asteroides.
Como solemos hacer, empezaremos por una aproximación histórica al Cinturón, para luego acercarnos a él poco a poco, hablando de generalidades y luego diseccionando sus distintos componentes. A continuación nos centraremos en el estudio de algunos asteroides concretos, y como siempre, no terminaremos sin dedicar un tiempo a especular sobre la posible explotación y colonización de esta región, silenciosa y solitaria, del Sistema Solar. ¿Preparado?
Al contrario que los anteriores objetos del Sistema Solar que hemos estudiado, el Cinturón de Asteroides no es un viejo conocido de la humanidad. Su descubrimiento es relativamente reciente, y no podría ser de otra manera porque se trata de objetos tan minúsculos y lejanos que es casi imposible identificarlos a simple vista.
De hecho, se sospechaba la existencia de objetos en esa región del Sistema Solar entre Marte y Júpiter antes de que se observase nada allí. Todo empezó cuando los astrónomos empezaron a preguntarse si había algún orden en las distancias de los planetas al Sol, o si éstos orbitaban a distancias arbitrarias de la estrella. Claro está, la cosa era difícil de estudiar, porque no podíamos estar seguros de haber observado todos los planetas que existían (de hecho, los científicos eran bien conscientes de que muy probablemente no era así), pero en el siglo XVIII había ya suficientes datos para realizar cálculos más o menos detallados.
Distintos astrónomos elaboraron series matemáticas que aproximasen las distancias al Sol de los planetas conocidos, con mayor o menor precisión, buscando orden en el aparente caos. Uno de ellos, además, fue más allá. Se trataba de Johann Daniel Titius, quien realizó los cálculos pertinentes, y observó que la serie que había calculado proporcionaba muy buenos resultados para los planetas conocidos, pero predecía uno más que nadie había observado. En sus propias palabras, en 1766,
Si se divide la distancia entre el Sol y Saturno en 100 partes, entonces Mercurio está separado del Sol por cuatro de esas partes, Venus por 4+3=7 partes, la Tierra por 4+6=10, Marte por 4+12=16. Pero obsérvese que desde Marte hasta Júpiter hay una desviación de esta progresión tan exacta. Tras Marte corresponde una distancia de 4+24=28 partes, pero hasta el momento no se ha observado allí ningún planeta. Pero, ¿habría dejado el Supremo Arquitecto ese espacio vacío? Desde luego que no. Debemos suponer, por tanto, que ese espacio se corresponde sin duda con los satélites aún sin descubrir de Marte, y debemos añadir además que tal vez Júpiter tiene otros más pequeños a su alrededor que tampoco han sido observados aún por ningún telescopio. Tras este espacio todavía inexplorado aparece la esfera de influencia de Júpiter a una distancia de 4+48=52 partes; y la de Saturno a 4+96=100 partes. ¡Qué proporción tan maravillosa!
Sí, ya lo sé: los satélites de Marte y los de Júpiter no tienen nada que ver con esto, y la voluntad de un “Supremo Arquitecto” no es un argumento muy científico. Pero el caso es que los argumentos de Titius convencieron a sus contemporáneos, y otro alemán, Johann Elert Bode, refinó su hipótesis un par de años después, de modo que hoy en día la conocemos como Ley de Bode-Titius. Por si te lo estás preguntando, hoy en día los astrónomos generalmente no aceptan la Ley como algo con fundamento científico, pero sigue siendo un problema controvertido. Por una parte, los planetas más interiores se ajustan tan bien a esta ley que parece difícil que sea una coincidencia; por otra, los más exteriores se la saltan como quieren. Es posible que haya razones de resonancias orbitales que la expliquen, pero ahora mismo, con lo que conocemos, no podemos considerarla más que una curiosidad.
Pero claro, en la época de Titius y Bode no se conocían los planetas más exteriores que se saltan a la torera su ley. Cuando William Herschel descubrió Urano en 1781, sólo quince años después de la hipótesis de Titius, la posición del nuevo planeta se ajustaba casi a la perfección a la ley de Titius-Bode: la predicción era de 19,6 Unidades Astronómicas (UA), es decir, 19,6 veces la distancia media Tierra-Sol. La distancia real resultó ser de 19,2 UA. Los astrónomos, como es lógico, quedaron encandilados y, por tanto, convencidos de que había un planeta desconocido entre Marte y Júpiter.
En 1800, la comunidad científica realizó un esfuerzo organizado para encontrar ese planeta “escondido”. Veinticuatro reputados astrónomos, liderados por el Barón Franz Xaver von Zach, se dedicaron a observar el firmamento sin descanso: puesto que era muy probable que el nuevo planeta orbitase cerca del plano de la eclíptica (el plano de la órbita de la Tierra y, por tanto, el de la órbita aparente del Sol a lo largo de un año), como todos los demás, se repartieron los 360º de la circunferencia en 24 trozos de 15º cada uno, de modo que cada uno pudiera concentrarse en su “pedazo de cielo” cual sabueso. Tanto era así que este grupo fue apodado la Himmelspolizei, es decir, la “Policía del Cielo”.
Y, en efecto, en 1801 el “planeta escondido” fue observado… pero no por la Himmelspolizei de von Zach. El monje y astrónomo italiano Giuseppe Piazzi observó un minúsculo objeto, situado casi exactamente a la distancia predicha por la ley de Titius-Bode entre Marte y Júpiter: Ceres, que estaba a 2,77 UA del Sol, frente a las 2,8 UA predichas por la Ley. Algo más de un año después, otro astrónomo, Heinrich Olbers –esta vez sí, miembro de la Himmelspolizei– observó otro objeto aproximadamente a la misma distancia del Sol, Palas (por Palas Atenea), también de un tamaño muy pequeño.
Porque se trataba de objetos muy, muy pequeños: otros planetas, incluso más alejados que Ceres o Palas, parecían simples puntos de luz si no se miraban con la ayuda de un telescopio, pero según se aumentaba la potencia, se mostraban como discos de un tamaño más o menos grande, que dependía del tamaño real del planeta y de la distancia a la Tierra. Pero Ceres y Palas, por más que los astrónomos los miraban con telescopios más y más potentes (de principios del siglo XIX, claro), siempre parecían simples puntos de luz, como las estrellas. En el caso de las estrellas esto era razonable por la enorme distancia hasta la Tierra, pero Ceres y Palas estaban bien cerca de nosotros, comparativamente hablando. Tenían que ser diminutos.
Tanto se parecían estos objetos a las estrellas en su apariencia que William Herschel propuso llamarlos asteroides. Hemos oído esta palabra tantas veces que no solemos pensar en su significado, pero si permites que la escriba de forma más vulgar, el nombre propuesto por Herschel fue algo así como estrelloides, es decir, cosas parecidas a las estrellas. Desde luego, el genial astrónomo sabía que no podía tratase de estrellas, pero era consciente de que hacía falta una nueva clasificación: no eran planetas, no eran satélites… eran algo nuevo. Sin embargo, sus contemporáneos se resistieron, y durante bastante tiempo siguieron llamando planetas a Ceres y Palas.
Con los años fueron descubriéndose asteroides aún más esquivos (por pequeños, aunque por entonces no podían saberlo) que Ceres y Palas: Juno y Vesta en 1807, Astraea en 1845, y en la década de 1850 se conocían ya varias docenas, todos ellos a una distancia similar al Sol y con las mismas características estrelloides. Por fin, la comunidad astronómica dio su brazo a torcer y se adoptó el nombre propuesto por Herschel… afortunadamente, porque se seguían descubriendo asteroides a montones según los telescopios se iban haciendo más potentes.
Al principio se dio un nombre a cada uno, y un símbolo, pero pronto la cosa se fue complicando según se añadían más y más objetos a la lista. A mediados del siglo XIX se decidió ya dar a cada objeto menor del Sistema Solar un número, de modo que el nombre propio fuera opcional. Los números son simplemente una secuencia ordenada, de modo que el primero en ser descubierto (Ceres) es el número 1, el segundo (Palas) el número 2, etc. Formalmente se asigna un número cuando se conoce con precisión la órbita del objeto en cuestión. La forma de escribirlos ha ido cambiando, pero es común hoy en día dar el número con o sin paréntesis seguido del nombre, si lo hay, y ésa es la convención que seguiré yo en estos artículos. Por ejemplo, 1 Ceres, 2 Palas, 10 Higia, etc.
Hay tantos asteroides, y con características tan diferentes, que es difícil describirlos en su totalidad. Sin embargo, acerquémonos un momento a un asteroide más o menos normalito, 243 Ida, como hizo la sonda Galileo en su viaje hacia Júpiter en 1993 (hay una foto de 243 Ida al principio del artículo, pero la mostraré de nuevo más abajo).
243 Ida es un asteroide de tipo S (hablaremos de los tipos principales de asteroides dentro de un momento), y se encuentra a unas 2,9 UA del Sol; forma parte de la familia Koronis de asteroides (también hablaremos luego de las familias). Tarda unos 4,8 años en dar una vuelta al Sol, y unas 4,6 horas en dar una vuelta sobre sí mismo (puedes ver la rotación en la animación de arriba). Tiene un radio medio de unos 16 km, y una masa de 4,2·1016 kg, lo cual puede parecer mucho, pero no es sino un 0,00001% de la masa de nuestra Luna. Sin embargo, es lo suficiente como para que 243 Ida, con su debilísima gravedad, tenga su propio satélite, Dactyl, una minúscula roca espacial de poco más de 1 km de diámetro. Dactyl orbita a una distancia media de unos 90 km de Ida, es decir, prácticamente pegada astronómicamente hablando.
Aunque es difícil poner límites estrictos al Cinturón, la mayor parte de los cuerpos se encuentran entre 2,1 y 3,2 UA del Sol. Pero, según se fueron añadiendo más y más asteroides a la lista, los astrónomos se dieron cuenta de otra cosa interesante – la distribución de estos cuerpos no era homogénea. Había bandas repletas de ellos, y otras en las que apenas había ninguno. El primero en poner esto de manifiesto fue el estadounidense Daniel Kirkwood en 1866. Kirkwood observó cuatro “huecos” en el cinturón, en los que era como si algo hubiera barrido todos los asteroides, o no hubiera habido ninguno desde el principio. Hoy en día seguimos llamando a esos huecos del Cinturón Principal huecos de Kirkwood.
Pero Kirkwood no se conformó con describir los huecos y dónde se encontraban: calculó el período orbital alrededor del Sol que un asteroide tendría en cada uno de esos huecos, y los comparó con otros objetos grandes del vecindario, para tratar de determinar si la influencia gravitatoria de algún objeto cercano pudiera ser la responsable de que existieran esos huecos. ¿Qué objeto cercano podía ser lo suficientemente masivo como para desalojar regiones enteras del Cinturón? El principal candidato, y el primero que comprobó Kirkwood, era, naturalmente, Júpiter. Al comparar el período de revolución de cualquier asteroide en los huecos con el período orbital de Júpiter, Kirkwood comprobó que esos cuatro huecos se correspondían con resonancias orbitales entre los asteroides y Júpiter. Me explico con un poco más de calma y con un ejemplo.
A una distancia de 2,5 UA del Sol, un asteroide daría tres vueltas a la estrella por cada vuelta de Júpiter (una resonancia 3:1). ¿Qué consecuencia tiene esto? Que, por pequeña que sea la influencia del gigante gaseoso a esta distancia, cada vuelta de Júpiter al Sol el asteroide se encontraría justo en el mismo sitio, relativo a Júpiter. A lo largo de los años, los pequeños “tirones” gravitatorios de Júpiter se producirían siempre en el mismo sentido, con lo que irían llevándose, poco a poco, al asteroide de su órbita. Los otros tres grandes huecos se correspondían con resonancias 5:2, 7:3 y 2:1. No se trataba de una coincidencia: Júpiter había ido dando tirones gravitatorios a los asteroides de esas bandas, sacándolos del Cinturón y creando órbitas diferentes para ellos, normalmente de gran excentricidad y muchas veces inestables.
De modo que era razonable suponer que, mucho tiempo atrás, esos huecos no existían y que el Cinturón era homogéneo. Naturalmente, esto llevaba a otra pregunta que los astrónomos se llevaban haciendo casi desde el principio: ¿cuál era el origen del Cinturón? El resto de objetos descubiertos hasta entonces en el Sistema Solar eran planetas y sus satélites, pero en este caso había multitud de pequeños cuerpos (aún no se sabía bien cuán pequeños, pero mucho en cualquier caso)… ¿por qué?
Heinrich Olbers, el descubridor de Palas, propuso una hipótesis en 1802: en ese lugar había habido, originalmente, un planeta, que denominó Phaeton. Sin embargo, se había producido una colisión cataclísmica, o tal vez una explosión interna de tal magnitud que había roto el planeta en mil pedazos, y esos pedazos orbitaban hoy el Sol en la región en la que ese planeta había existido.
Sin embargo –y dejamos ya la aproximación histórica para hablar de lo que sabemos hoy del Cinturón–, hay cosas que no encajaban con la explicación de Olbers, y hoy en día su hipótesis no es aceptada en general para explicar la existencia del Cinturón. En primer lugar, la energía necesaria, no ya para desgajar un trozo de un planeta, sino para aniquilarlo en cientos de miles o millones de trozos es gigantesca. Además, según se fue utilizando la espectroscopía para analizar la composición química de los asteroides, se vio que había diversos grupos muy diferentes, con composiciones tan distintas que parecía difícil suponer que provenían de una misma fuente, y las posiciones e inclinaciones orbitales sugerían múltiples orígenes, y no uno solo.
De modo que ¿cuál es entonces el origen del Cinturón, de acuerdo con las teorías actuales? Si recuerdas el artículo sobre la formación del Sistema Solar, los planetesimales fueron uniéndose poco a poco para formar lo que luego serían planetas… pero no en todas partes. El proceso era delicado, sutil y relativamente lento. Y en esta región en particular del Sistema, la influencia de Júpiter era extrema: las perturbaciones gravitatorias del enorme gigante gaseoso evitaron que los pequeños planetesimales pudieran convertirse en planetas, de modo que, en cierto sentido, lo que vemos al mirar el Cinturón es una “mirada al pasado”, al haberse abortado el proceso de formación de los planetas a partir de esos fragmentos.
Sin embargo, esto sólo es así en cierto sentido: el que los fragmentos nunca se fueran uniendo para formar un planeta no quiere decir que esto sea un fotograma inmutable de nuestro pasado. La formación del Cinturón fue muy rápida, y en pocos millones de años tras la del propio Sistema Solar, ya estaba ahí… pero no como ahora. En primer lugar, las perturbaciones de Júpiter no sólo evitaban que se produjera la acreción de esos fragmentos para formar un planeta; además, pegaban tirones a un lado y a otro, desalojando asteroides de sus órbitas a diestro y siniestro. En tan sólo un millón de años, el 99,9% de la masa original del Cinturón (que pudo ser casi tanta como la de la Tierra, aunque no estamos seguros) ya no estaba allí.
Lo que vemos hoy es ese 0,1% superviviente, tal vez algo menos debido al continuo “goteo” de asteroides que pierden estabilidad en sus órbitas por unas cosas u otras. También es posible, de acuerdo con algunas teorías que mencionamos al hablar del Período de Intenso Bombardeo Tardío, que una fracción pequeña pero apreciable de la masa del Cinturón se haya perdido más tarde de su formación en un “efecto dominó” cataclísmico.
De uno u otro modo, ahora tan sólo quedan entre 3 y 3,6·1021 kg de material en total, el 4% de la masa de nuestra Luna. Una vez la mayor parte de los asteroides fueron desalojados, y los que orbitaban los huecos de Kirkwood desplazados poco a poco hasta ser también expulsados del Cinturón, lo que queda es relativamente estable, aunque siguen produciéndose cambios y perturbaciones todo el tiempo, claro está. El Cinturón no es un lugar estático, aunque lo parezca desde la escala de tiempos de la vida humana. Trozos de él han caído sobre nuestro planeta durante toda su existencia; como recordarás de entradas anteriores de la serie, existen meteoritos de origen marciano o lunar, pero el 99,8% de todos los trozos de roca espacial que han caído sobre la Tierra provienen del Cinturón de Asteroides. Y se producen impactos con relativa frecuencia, una vez más a escala astronómica.
En total hemos detectado muchos cientos de miles de asteroides de distintos tamaños en el Cinturón, pero no sabemos con precisión cuántos hay: entre 700 000 y 1 700 000 asteroides. El problema es que la inmensa mayoría son tan minúsculos, astronómicamente hablando, que es muy difícil detectarlos e identificarlos para no contarlos dos veces. De hecho, tan sólo unos 200 tienen un tamaño razonable (mayor de 100 km de lado a lado), y una gran cantidad son poco más que polvo espacial.
Pueden parecer muchos asteroides, pero recuerda que la región en la que se encuentran es gigantesca. Si atravesaras el Cinturón con los ojos cerrados, la probabilidad de que te topases con uno sería minúscula. Ya sé que en las películas de ciencia-ficción, cuando una nave entra en un cinturón de asteroides, se produce una escena escalofriante en la que el piloto esquiva las rocas espaciales o las va destruyendo con gran habilidad según se acercan, pero en la realidad pasaría justo lo contrario – haría falta un gran esfuerzo para conseguir tocar uno.
Por otro lado, para una escala de tiempos astronómica, la probabilidad de impactos entre los propios asteroides sí es bastante grande. En promedio, pensamos que se produce un impacto entre cuerpos de tamaño razonable (unos 10 km o más) cada diez millones de años. Estas colisiones pueden producir asteroides más grandes al quedar unidos dos de ellos, romperlos en pedazos, desgajarlos en unos cuantos trozos más pequeños… todo depende de la velocidad relativa, la dirección del impacto y, además, la consistencia de las rocas iniciales.
Porque los asteroides, como los helados, vienen en muchos sabores diferentes. En el caso del Cinturón, la inmensa mayoría de ellos son de tres tipos: tipo C, tipo S y tipo M. Veamos brevemente qué caracteriza a cada uno de ellos:
Los asteroides de tipo C o carbonáceos son los más comunes de todos: tres de cada cuatro asteroides son de este tipo. Su composición es básicamente la de la nube de polvo y gas que formó el Sistema Solar, salvo por los elementos más volátiles, como el helio, debido a la escasa atracción gravitatoria de estos asteroides por su pequeño tamaño. Contienen diversos minerales, una cantidad apreciable de carbono, y no son demasiado densos. Son de un color muy oscuro, negruzco, marrón o rojizo, y por eso son bastante difíciles de ver.
Como recordarás, éstas son algunas de las características de Fobos y Deimos, y pensamos que esas dos lunas pueden haber sido, originalmente, asteroides del Cinturón desplazados por una perturbación gravitatoria –tal vez de Júpiter– y capturados finalmente por Marte. Aunque hay tantos asteroides de tipo C que están por todas partes, su concentración es aún mayor en la parte más externa del Cinturón. El mayor asteroide carbonáceo es 10 Higia, del que hablaremos luego.
El tipo S se corresponde con los asteroides silíceos, compuestos fundamentalmente por silicatos de hierro y magnesio. Son bastante más brillantes que los de tipo C, aunque sus albedos sigan siendo bajos (del 10% al 22%), y son mucho menos comunes que aquéllos: sólo uno de cada seis asteroides es silicáceo. Se agrupan en mayor concentración en la región central del Cinturón, y el mayor de todos ellos es Eunomia.
Los asteroides metálicos son los de tipo M. Son bastante densos y suelen contener, además de otras rocas, níquel y hierro en una proporción apreciable. Se piensa que se trata de trozos del núcleo de asteroides más grandes, con capas diferenciadas, que se fragmentaron en alguna colisión: de ahí la gran concentración de metales densos. Como veremos en una entrega posterior dedicada al Cinturón, estos asteroides serían una excelente fuente de metales pesados para nosotros. Son bastante raros (menos de uno de cada diez asteroides es de tipo M), y el más grande conocido perteneciente a este tipo es 16 Psyche.
Existen muchos otros tipos de asteroides, pero prácticamente todos pertenecen a uno de estos tres tipos. Los tres más grandes de todos, a los que dedicaremos la próxima entrada, no suelen clasificarse en ninguno de los tres porque tienen el suficiente tamaño como para tener capas y composiciones diferentes en cada una de ellas, aunque a veces 1 Ceres se clasifica dentro de un tipo poco común, el tipo G.
Y es que los asteroides más grandes están en otra liga. Para que te hagas una idea de lo irrisorios que son los pequeños comparados con los “cuatro magníficos” del Cinturón, la mitad de la masa de todo el Cinturón de Asteroides la constituyen esos “cuatro magníficos”, 1 Ceres, 2 Palas, 4 Vesta y 10 Higia. Y, dentro de estos cuatro, 1 Ceres es el Leviatán del Cinturón: supone la tercera parte de la masa total, por pequeño que sea comparado con nuestro planeta o incluso la Luna.
Clasificar los asteroides por su composición es útil, pero también lo es hacer algo más sutil: encontrar grupos de ellos que tengan órbitas con una distancia al Sol, excentricidad y una inclinación similares. La excentricidad ha hecho su aparición en la serie en el pasado, de modo que espero que recuerdes que es una medida de lo “alargado” de la órbita de un objeto comparada con una circunferencia perfecta. La inclinación, por otra parte, es el ángulo que forma esa órbita con el plano de la eclíptica.
Y el caso es que, si se realizan gráficas que representen esas variables, sucede algo parecido a lo que pasaba con los huecos de Kirkwood – lejos de haber asteroides cuyas órbitas tengan radios medios, inclinaciones y excentricidades repartidas por todas partes, se observan grupos relativamente coherentes de asteroides agrupados, que se denominan familias de asteroides. Algunas tienen unas pocas decenas de ellos, pero las familias principales pueden llegar a tener cientos de asteroides que, dicho mal y pronto, se mueven todos juntos por el espacio.
La pregunta evidente es, ¿por qué? ¿Por qué hay grupos de muchos asteroides que hacen casi lo mismo? La respuesta más lógica –y la que pensamos es correcta– es que las familias se corresponden con restos de asteroides más grandes que sufrieron alguna colisión que los desgajó en pedazos. Los pedazos se separaron, pero la conservación del momento angular y lineal hizo que muchos trozos se siguieran moviendo más o menos agrupados. Lo más usual es que las familias reciban el nombre del asteroide más importante que pertenece a ellas; algunas de las más nutridas son Eos, Flora, Eunoma o Vesta (de la que hablaremos con algo más de detalle cuando nos centremos en ese asteroide en particular).
Algunas familias ni siquiera están dentro del Cinturón propiamente dicho, pero quiero hablar de ellas también aquí porque se trata de objetos suficientemente parecidos como para incluirlos en este artículo. Las Hungarias están más cerca del Sol que los asteroides “centrales”, más cerca que el hueco de Kirkwood 4:1. Están tan cerca de Marte que la influencia gravitatoria de ese planeta, por pequeño que sea, fue vaciando esa banda hasta no dejar nada… excepto aquellas rocas que estaban orbitando con inclinaciones muy grandes. Si te fijas en la gráfica distancia-inclinación al final del párrafo, puedes ver los asteroides de esta familia a la izquierda en azul, a unas 2 UA del Sol. Como puedes ver, al contrario que más lejos de la estrella, no hay asteroides en rojo con poca inclinación – Marte los ha “deshauciado” a todos a lo largo del tiempo, y las Hungarias se han salvado sólo por estar tan alejadas del plano de la órbita de Marte que su influencia gravitatoria no ha logrado perturbar sus órbitas. Se trata de asteroides muy pequeños; el más grande de todos y que da nombre a la familia, 434 Hungaria, tiene sólo 20 km de diámetro.
Otra familia “descastada” es la de las Hildas, que también puedes ver en la gráfica en azul, agrupadas alrededor de 4 UA del Sol, bastante lejos del Cinturón propiamente dicho. Las Hildas no son una familia real, en el sentido de que no tienen un origen común, sino que están ahí porque sus órbitas son las adecuadas para no ser perturbadas demasiado por Júpiter: otros asteroides a esa distancia del gigante hubieran salido disparados en una u otra dirección debido a la acción gravitatoria de Zeus. Las Hildas viven una vida peligrosa tan cerca del gran planeta: sólo una pequeña desviación de sus órbitas sería catastrófica, y de vez en cuando uno de ellos abandona la “familia” para perderse en el espacio.
Finalmente, una de mis familias preferidas que no forman parte del Cinturón en sí es la de los asteroides Troyanos, que viajan como rémoras espaciales de Júpiter en su órbita alrededor del Sol. Puedes verlos en la gráfica de arriba un poco más lejos de 5 UA. Sin embargo, los troyanos están lo suficientemente lejos del Cinturón, y son lo suficientemente interesantes, como para que les dediquemos su propio artículo más adelante, aunque sea cortito.
De modo que la semana que viene (si las vacaciones y la conexión a Internet lo permiten) nos dedicaremos a mirar con más detalle esos “cuatro magníficos” del Cinturón de Asteroides, Higia, Vesta, Palas y Ceres, y de paso hablaremos un poco acerca de la nomenclatura que se utiliza para clasificar planetas, planetas enanos y otros objetos similares del Sistema. Empezaremos hablando de 10 Higia y 4 Vesta.
_______ Pedro Gómez-Esteban González. (2009). El Tamiz. Recuperado de: https://eltamiz.com/el-sistema-solar/