La paradoja de Newcomb (I)
Hoy nos zambullimos de nuevo en el mundo surrealista y tentaculado de los malévolos alienígenas matemáticos. Como recordaréis “los de la casa”, en su última aparición hablamos acerca de la paradoja de los cthulhucitos; conocimos entonces a esas minúsculas pero utilísimas criaturas, empleadas por el ambicioso ingeniero Terdlanbomitnbeo para construir cosas que a nosotros –estultos humanos– nos resultan increíbles. Los cthulhucitos aparecerán también hoy, aunque en un papel menos central.
Si no conoces esta serie, es posible que te resulte extraña comparada con otras de El Tamiz: utiliza un lenguaje intencionada y exageradamente rebuscado, no suele llegar a conclusiones útiles, contiene un humor negro que puede resultar desagradable y, francamente, no se me ocurre ninguna razón por la cual pueda recomendarte que leas este artículo: sólo una mente enferma puede disfrutarlo.
Dicho esto, hoy hablaremos acerca de una paradoja más filosófica que matemática, la paradoja de Newcomb, que he conocido gracias a Lucas. Es uno de esos problemas curiosos porque, cuando se lo planteas a la gente, casi todo el mundo ve de forma evidente que no es una paradoja y les parece una tontería, puesto que la solución es clara… pero la solución que ven unos tan claramente no es la que ven los otros. Es un asunto interesante, como digo, no por las matemáticas (apenas hay) sino por todo lo que hay tras el libre albedrío y el determinismo.
De hecho, hay diferentes formulaciones de la paradoja (luego hablaremos de los matices entre ellas), que ponen de manifiesto aspectos diferentes del problema, pero aquí vamos a tratar de replicar la esencia de la formulación original de 1960, del físico William Newcomb –de ahí el nombre de la paradoja–. Naturalmente, como siempre hacemos en esta serie, aunque la esencia sea la misma, los detalles no lo serán en absoluto.
Los cthulhucitos de Terdlanbomitnbeo eran fuente de gran admiración y envidia por parte de los otros alienígenas matemáticos. Desde luego, se trataba de una envidia sana, de la que inculcan las madres alienígenas a sus retoños cuando aún no saben operar en espacios de Hilbert: la envidia que desea ocupar el puesto del otro, hacer sopa con sus huesos y cenar con sus entrañas. Pero la inteligencia y el poder de Terdlanbomitnbeo eran muy grandes, de modo que sus preciados cthulhucitos (¡tan monos!), aunque codiciados, estaban fuera del alcance de todos menos él mismo.
Por lo tanto, la sorpresa y el terror de Bwoimc Liwennmla fueron mayúsculos cuando el secretario de su jefe le informó de que, como recompensa a sus servicios prestados, recibiría unos cuantos cthulhucitos para uso propio, y le ordenó que fuera al despacho de Terdlanbomitnbeo. Liwennmla era un Lémur de Magallanes, una especie temerosa y huidiza de la Gran Nube de Magallanes, y la mano derecha de Terdlanbomitnbeo desde hacía unos cuantos años. Aunque poseía la legendaria cobardía de los Lémures de Magallanes, el pequeño Bwoimc había sido un fidelísimo e inteligente (para no ser un alienígena matemático, claro) colaborador del malévolo Terdlanbomitnbeo, y le había reportado pingües beneficios en innumerables ocasiones.
Aunque la inmisericordia de Terdlanbomitnbeo era legendaria, también lo era su generosidad: entrar en su despacho podía significar lo mismo una muerte lenta y dolorosa, con posterior inmersión en jugos gástricos, que una bonificación aparentemente desproporcionada. En la empresa de Terdlanbomitnbeo no había mediocres; o, mejor dicho, aún seguían ahí, pero en las lorzas trémulas y palpitantes del presidente de la compañía. Por eso el pobre Bwoimc temblaba como una hoja al abrir la puerta del despacho de su superior, sus enormes y redondos ojos muy abiertos y su pequeña lengua bífida olfateando el aire, en busca de algún aroma hormonal que le indicase el estado de ánimo de Terdlanbomitnbeo.
“Me… me…. ¿me llamaba, señor?”, preguntó Bwoimc con voz aflautada al abrir la puerta. La masa gelatinosa y supurante de su superior se movió, y Terdlanbomitnbeo levantó algunos de sus ojos del informe que estaba leyendo para mirar al pequeño Lémur, que tragó saliva, algo reconfortado: mucho sulfuro de hidrógeno en el aire, señal de que Terdlanbomitnbeo estaba relajado y había cenado ya.
“Sí, desde luego”, respondió el baboso ser con voz gorgoteante. “Hace ya tiempo que trabajas a mi cargo, Liwennmla. Y sigues vivo, algo realmente inusual. ¿Sabes cuántos empleados siguen vivos tras seis años en esta empresa?”
“El si… si…“, tartamudeó el Lémur, aterrorizado. “El siete coma dos por ciento, señor.”
“¡INCORRECTO!”, tronó Terdlanbomitnbeo como respuesta. “Irneh Eracniop ha sido… jubilado.”Los ojos del pequeño y tembloroso Bwomic se posaron sobre la mesa de su jefe: junto a los informes que leía había un plato, y en él, inconfundibles, los pequeños cuernos caprinos de Irneh Eracniop, responsable (ahora ex-responsable) de ventas del Sector Sirio. Terdlanbomitnbeo soltó una húmeda carcajada, que bañó al pequeño Lémur en baba ácida, aunque a Bwoimc no le importó demasiado: por una parte, estaba ya acostumbrado y, por otra, al menos no era él quien estaba en el plato. Su jefe eructó y un intenso aroma a fermentación inundó el despacho.
“Pocos son lo suficientemente eficaces para haber llegado tan lejos”, continuó Terdlanbomitnbeo, sonriendo al ver la reacción de Bwoimc, y más aún al ver al Lémur recular unos pasos ante su sonrisa llena de hileras de afilados dientes. “Tu fidelidad y tu eficacia son excepcionales, y merecen una recompensa igualmente excepcional. Supongo que sabes a dónde quiero ir a parar, Liwennmla: voy a darte unos cuantos cthulhucitos.”
Bwoimc parpadeó varias veces mientras su lengua sibilaba: no percibía nada de amoníaco, luego su superior no tenía intención inmediata de devorar a nadie. “Mu… mu… muchísimas gracias, excelso jefe”, respondió humildemente.
“Estos cthulhucitos no son como los míos, claro. Seguirán todas tus órdenes, construyendo a escala atómica e incluso subatómica cualquier cosa que desees… excepto una, por supuesto.”
“Por supuesto, su vileza”, contestó el Lémur prestamente ((Si no sabes cuál es la excepción, mereces ser devorado por Terdlanbomitnbeo)).
“Sin embargo, ¿por qué hacer las cosas aburridas cuando pueden ser interesantes?”, croó con regocijo Terdlanbomitnbeo, haciendo temblar de nuevo a Bwoimc. “En esa esquina de la habitación puedes ver dos cajas. Una de ellas es transparente, la otra es opaca. En la transparente puedes ver mil cthulhucitos.” Bwoimc se volvió hacia donde indicaba Terdlanbomitnbeo y, efectivamente, vio las cajas. Dentro de la caja transparente, los mil cthulhucitos saltaban y jugaban sin preocupación alguna, adorables como siempre. ¡Mil cthulhucitos! Un regalo de reyes.
“¿Y… y en la otra caja?” preguntó el Lémur cautelosamente.
“Ah, aquí empieza lo interesante. O, más bien, empezó hace un mes”, se carcajeó el alienígena matemático, agitando sus tentáculos con malévola delectación. “Verás, Liwennmla: esa caja opaca tal vez está vacía… o tal vez contiene cien mil cthulhucitos.” Los ojos redondos y enormes de Bwoimc se abrieron aún más: cien mil cthulhucitos podrían construir, naturalmente, cien veces más rápido que mil. ¡Menudo tesoro!
“¿Qué eliges? Puedes elegir entre llevarte el contenido de ambas cajas, o sólo de la opaca, pero ten en cuenta una cosa”, continuó Terdlanbomitnbeo; algunos de sus ojos seguían mirando el informe que había estado leyendo antes, pero casi todos estaban fijos en las cajas y en Bwoimc. Su maligna mente disfrutaba de manera casi lasciva con los experimentos psicológicos, incluso si involucraban a un fiel colaborador. “Hace un mes, te hice esta misma pregunta, e hiciste tu elección.”
La cola prénsil de Bwoimc se agitó con sorpresa. “¿Hace un mes? Pe… pero… no recuerdo…“
“¡Bwahaha..haHAhaHAAHHAGGLBLREG!”, rió el enorme alienígena matemático, hasta atragantarse con su propia y profusa baba tóxica. “¡Naturalmente que no recuerdas nada! Después de que escogieras llevarte sólo la caja opaca, o las dos cajas, te inyecté una droga supresora de la memoria, de modo que cuando despertaste a la mañana siguiente no recordabas nuestra conversación.”
“Lo mismo hice al día siguiente”, continuó Terdlanbomitnbeo, y Bwoimc recordó que se había levantado con un intenso dolor de cabeza por las mañanas durante el último mes. “Y al otro, y al otro… hasta hoy. De modo que deja que te explique qué ha determinado lo que hay en la caja opaca: mi predicción. Si yo creo que vas a elegir llevarte las dos cajas, la caja opaca estará vacía, para castigar tu avaricia. Pero si pienso que vas a elegir sólo la caja opaca, entonces contendrá cien mil cthulhucitos, para premiar tu sobriedad.”
“Por eso hemos repetido esta rutina durante los últimos días: déjame que te diga, Liwennmla, que eres muy predecible. Creo que sé perfectamente lo que vas a elegir hoy, el día de la elección verdadera, y mi predicción ha determinado lo que he puesto… o no puesto… dentro de la caja.”
“De modo que puedes elegir: o bien te llevas la caja opaca, o te llevas las dos cajas. Por supuesto, no voy a cambiar lo que hay dentro ahora: incluso si no he acertado y haces lo que no me espero, todo ha sido determinado de antemano. ¿Cuál es tu elección?
De modo que yo te pregunto a ti, estimado y paciente lector de El Tamiz, ¿qué elegirías tú si fueras Bwoimc Liwennmla? ¿Las dos cajas, o sólo la caja opaca? La historia continuará mañana con la respuesta que dio el propio Bwoimc y una discusión general muy breve sobre la paradoja de Newcomb, pero mientras tanto, si te hace pensar, habrá valido la pena. Cuando estés listo, puedes leer la conclusión de la historia.
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Créditos: Pedro Gómez-Esteban González. (2009). El Tamiz. Recuperado de: https://eltamiz.com/