¿Por qué se producen más catarros y gripes durante el invierno?
La verdad es que este artículo iba a ser publicado dentro de la serie Falacias, desmontando lo que yo creía un mito como la copa de un pino… pero al final, tras la habitual investigación para asegurarme de que no estoy equivocado, ha resultado que sí lo estaba, y que las cosas son más complejas y están menos claras de lo que pensaba. De modo que he decidido publicar la entrada dentro de la serie de preguntas/dudas, Ahora que lo pienso…, para poder extenderme de manera más neutral, sin atacar ideas preconcebidas sino simplemente respondiendo como mejor sé a la pregunta.
La pregunta en cuestión es: ¿Por qué se producen más catarros y gripes durante el invierno?Por si te lo estás preguntando, mi idea inicial era desmontar lo de que “coger frío” produce catarro, y explicar que no tiene que ver una cosa con la otra. De hecho, durante muchos años se ha pensado que la “sabiduría popular” estaba equivocada en este caso, y que el frío no supone una mayor incidencia de catarros o gripes… pero, como digo, la cosa ya no está tan clara. En mi descargo debo decir que la cosa ha dejado de estar clara recientemente, y que mis ideas preconcebidas eran coherentes con los estudios realizados hasta tan sólo unos pocos años atrás. Pero vamos al grano.
Aunque no es el objetivo de este artículo entrar en profundidad en la naturaleza de este tipo de enfermedades, tanto el catarro/resfriado como la gripe son enfermedades víricas: hay muchos virus diferentes involucrados (de varias familias diferentes, y distintos para el catarro y la gripe). Por lo tanto, lo que está claro es que el frío, por intenso que sea, es incapaz de producir por sí solo un resfriado o una gripe. De hecho, se ha observado cómo en bases científicas de climas gélidos (como, por ejemplo, la Antártida), por mucho frío al que estuvieran expuestos los miembros de la base, si no reciben a un invitado que tenga el virus ninguno de ellos desarrolla estas enfermedades – pero esto es (con los conocimientos actuales de microbiología) evidente. Sin agente infeccioso, no hay infección.
Sin embargo, sí se ha observado desde hace bastante tiempo que los catarros y las gripes, aunque se producen durante todo el año, lo hacen con mayor frecuencia durante el otoño y el invierno. Por cierto, la famosa “gripe española” de 1918-1920 se detectó por primera vez en Marzo (en los Estados Unidos, no España, pero bueno), y algunos de los brotes más virulentos se produjeron entre Junio y Agosto, de modo que estamos hablando de una mayor frecuencia, no de algo absoluto.
Durante muchos años se consideró que las razones de la mayor incidencia de catarros y gripes en invierno eran circunstanciales, no debidas a la menor temperatura. Muchas fuentes de información siguen dando como un hecho que las bajas temperaturas no tienen absolutamente nada que ver con el catarro y la gripe, y como he dicho antes, yo mismo he estado a punto de afirmar lo mismo al preparar este artículo. Pero, si no es el frío el que los favorece, ¿por qué en esas épocas del año?
De acuerdo con las explicaciones científicas tradicionales, los factores que se combinan en el otoño-invierno para producir una mayor frecuencia de enfermedades respiratorias víricas son diversos, pero el más importante es el hecho de que en las épocas más frías y más húmedas tendemos a estar más juntos en lugares cerrados durante más tiempo, algo que voy a llamar el “efecto apelotonamiento”. Se ha comprobado que, en lugares en los que no hay primavera-verano-otoño-invierno sino una estación seca y otra húmeda, la incidencia de este tipo de infecciones es mayor durante la estación húmeda, entre otras cosas –probablemente– por esta misma razón.
El “efecto apelotonamiento” se nota especialmente en la época escolar: durante el curso escolar, los niños pasan mucho tiempo encerrados juntos, y luego llegan a sus respectivas casas y propagan la enfermedad. Algo parecido pasa, por cierto, con los piojos: la incidencia de piojos es mayor en invierno que en verano precisamente por la mayor facilidad de propagación de los parásitos durante el curso escolar. Y, como comprenderás, el exponerte al frío no hace más probable que “cojas piojos” por el propio frío.
De hecho, se han realizado multitud de estudios que han expuesto a grupos de personas a bajas temperaturas y no a otros, y en la inmensa mayoría de ellos (realizados desde hace muchos años hasta la actualidad) no se ha comprobado diferencia alguna en la frecuencia de infección de unos y otros. De ahí que, durante muchas décadas, hubiera un abismo entre la creencia popular (“Abrígate, que vas a coger frío”) y los modelos científicos (“La infección se debe al contacto con un individuo infectado, la temperatura no tiene nada que ver”).
Hete aquí que yo, convencido de lo absurdo de la creencia popular, me disponía a exponer todas las pruebas realizadas a lo largo de los años relacionadas con el frío y a explicar que la temperatura no tiene nada que ver… pero debo explicar ahora algunos experimentos recientes que parecen indicar lo contrario.
En primer lugar, existe un informe publicado en 2005 por un equipo de la Universidad de Cardiff, en Gales (Gran Bretaña). En las pruebas realizadas por ese equipo médico se expuso a 90 voluntarios a agua fría (metieron los pies en un barreño con agua a 10 ºC), mientras que otros 90 no fueron expuestos al agua fría. Durante la siguiente semana los voluntarios informaron sobre si tenían síntomas de resfriado o no – un 29% de los que metieron los pies en el agua fría desarrollaron síntomas frente a un 9% de los otros. La conclusión del equipo de investigadores fue que la exposición a bajas temperaturas sí influye en la probabilidad de desarrollar un catarro.
La explicación que dieron fue –como siempre, dicho mal y pronto– la siguiente: al estar expuesto a bajas temperaturas, tu organismo tiende a retirar sangre de las “zonas prescindibles”, como la nariz. De ahí que, cuando hace frío, lo primero que se enfría son las manos, la nariz, etc. Si dos personas tienen un rhinovirus (uno de los virus más comunes responsables del catarro) en su nariz, la probabilidad de que el virus prospere y se extienda es mayor en la persona expuesta al frío que en la que no lo está por esa misma razón: el menor flujo sanguíneo a la nariz supone una menor presencia de leucocitos y una mayor facilidad de expansión del virus. Desde luego, si ninguno tiene el virus, ninguno va a desarrollar la enfermedad: se trata de probabilidades si ya se tiene el virus en el organismo.
El estudio no me parece concluyente por varias razones (todas ellas reconocidas por el propio equipo responsable). En primer lugar, los resultados “positivos” y “negativos” de los síntomas fueron dados por los propios voluntarios. En segundo lugar, se habla únicamente de síntomas de catarro, no de una verificación sólida de infección. Además, ambos grupos de voluntarios eran conscientes de a qué grupo pertenecían (porque si no metiste los pies en agua fría lo sabes perfectamente). De manera que esto únicamente no basta.
De hecho, si sólo fuera eso, hubiera seguido escribiendo este artículo como “Falacia”; pero resulta que hay más. Los National Institutes of Health (Institutos Nacionales de Salud) de los EE.UU. realizaron durante 2007 pruebas de propagación de la gripe en conejillos de Indias. Algunos de los animales fueron expuestos a bajas temperaturas y otros no; todos ellos fueron expuestos al virus. La incidencia de la gripe fue sustancialmente mayor en los conejillos expuestos a bajas temperaturas que en los que no lo estuvieron.
En este caso, además, tenemos más información: los científicos utilizaron pruebas de Resonancia Magnética Nuclear para observar el comportamiento de la membrana lipídica del virus a bajas y altas temperaturas, y comprobaron que existía una diferencia bien clara. Cuando la temperatura era baja, los lípidos de la membrana formaban una especie de gel, y esta capa semisólida protegía al virus en su “viaje” de huésped a huésped. Sin embargo, según aumentaba la temperatura el gel se iba volviendo menos consistente hasta ser casi líquido, con lo que la protección del virus era menor. Desde luego, dentro del huésped la temperatura siempre es suficientemente alta como para que la membrana se “derrita” – la diferencia estriba en qué sucede fuera del organismo. Además, si siguiera siendo gel dentro del cuerpo, el virus tendría problemas para infectar células.
De modo que, según este estudio, a bajas temperaturas es más probable que el virus soporte la estancia fuera del cuerpo más tiempo que a altas temperaturas, con lo que la probabilidad de infección aumenta según hace más frío. Este segundo estudio se refiere a virus de la gripe, no del catarro, de modo que no hace más fiable el anterior, por cierto.
Pero la cuestión es que tanto uno como otro estudio ponen en tela de juicio las ideas que teníamos sobre la temperatura y los resfriados/gripes, y hacen que la cosa esté mucho menos clara de lo que pensaba antes de escribir este artículo. No hay duda de que no es posible “coger frío” y desarrollar una enfermedad respiratoria sin más, pero hace falta esperar a más estudios, con más sujetos de prueba, para llegar a una conclusión contundente. El “abismo” entre la creencia popular y la evidencia científica ya no es tan grande; por si las moscas, ¡mejor nos abrigamos, como decía nuestra abuela!
Sea la temperatura un factor relevante o no para el desarrollo de la infección en nuestro organismo, de lo que no hay duda es de que lo que más afecta es la exposición al virus. Por lo tanto es más importante minimizar esa exposición que abrigarse: lavarse las manos con frecuencia, por ejemplo. No es que el jabón mate al virus (ni siquiera si es antibacteriano, porque se trata de un virus), pero la acción mecánica de lavarse las manos lo retira de la piel en ese momento, aunque no proteja posteriormente. Muy a menudo nos contagiamos al frotarnos los ojos o coger comida tras haber tocado algo que ha sido “rociado” por alguien que porta el virus (prefiero no entrar en detalles) o tocado por alguien cuyas manos han estado en contacto con fluido que contiene el virus, de modo que lavarse las manos en lugares públicos –la oficina, el aeropuerto, etc.– parece tener una gran influencia en la probabilidad de desarrollar el virus.
Desde luego si, como yo, trabajas en un colegio o similar, lo mejor es que aceptes tu destino y los tres o cuatro resfriados que te esperan a lo largo del curso. No hace falta que te preocupes porque, como la cosa no tiene solución, ni siquiera es un problema. Pero, si te ayuda pensar que estás haciendo algo, lávate las manos entre clase y clase.
Otro factor que se suele escuchar mucho menos que el del frío es el del cansancio: los estudios realizados con pacientes que duermen más o menos de siete horas al día mostraron una probabilidad tres veces mayor de desarrollar la enfermedad en los sujetos que dormían menos de siete horas que en los que dormían más de siete. Al parecer, la fatiga puede influir en la reacción del sistema inmune ante la infección.
Y, aunque sea algo a lo que hemos dedicado un artículo concreto, no puedo dejar de repetirlo: los antibióticos no disminuyen ni un ápice la probabilidad de coger un catarro o una gripe, porque ambas enfermedades son provocadas por virus y no por bacterias. La automedicación no ayuda y, en casos como éste, nos perjudica a todos porque se favorecen inmunidades de bacterias a los antibióticos que tomamos tan alegremente (bacterias que no tienen nada que ver con el catarro ni la gripe ni nos estaban haciendo ningún mal en ese momento). En la actualidad se están estudiando varios antivirales que tal vez, algún día, nos proporcionen protección contra este tipo de virus, pero la rapidez con la que mutan puede hacerlo bastante complicado.
En cualquier caso, la respuesta a ¿Por qué se producen más catarros y gripes durante el invierno? no parece ser única. Desde luego, influye el “efecto apelotonamiento”, como tal vez lo haga la consistencia de la membrana lipídica de los virus y tal vez el flujo de sangre en la nariz. Esperemos poder dedicar otro artículo a este asunto dentro de un par de años con resultados de más estudios que nos despejen las dudas.
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Pedro Gómez-Esteban González. (2009). El Tamiz. Recuperado de: https://eltamiz.com/