El Sistema Solar – Propulsión interplanetaria (II)
En la entrada anterior vimos los aspectos generales que debemos tener en cuenta si queremos plantearnos enviar seres humanos a las regiones medias y exteriores del Sistema Solar. Como vimos entonces, se trata de un precario equilibrio entre tres variables fundamentales (masa, energía y tiempo), de modo que no podemos “ganar” en todos los campos: podemos tardar mucho tiempo y no gastar mucha masa ni mucha energía, como sucede con muchas sondas espaciales, podemos consumir enormes cantidades de energía y llegar antes pero no utilizar mucha masa, etc. Desde luego, si no leíste la primera parte del artículo, te recomiendo que lo hagas antes de seguir, ya que hoy nos dedicaremos a aplicar aquellas ideas generales a diseños concretos, actuales y futuros.
Cohetes
Empezaremos con el primer sistema de propulsión en el que cualquiera de nosotros piensa cuando le hablan de naves espaciales: los cohetes. Se trata de un sistema tecnológicamente muy simple y hemos dispuesto de cohetes desde hace mucho tiempo. Se trata, sin embargo, de un sistema con algunos problemas serios si pensamos en la exploración a largas distancias.
Un cohete se propulsa produciendo una gran temperatura y empleando esa temperatura para lanzar un gas lo más caliente posible hacia atrás, impulsándose así hacia delante de acuerdo con el principio de acción y reacción que mencionamos en el artículo anterior. Las diferencias entre unos diseños de cohetes y otros se limitan a cómo consiguen esas altas temperaturas, qué tipo de combustible, oxidante y propelente utilizan. La mayor parte de los cohetes actuales realizan algún tipo de reacción exotérmica, normalmente combustiones, y luego dejan salir el propelente (muchas veces el propio combustible actúa luego de propelente) a la máxima velocidad posible.
La conversión energética en un cohete, por tanto, es de energía térmica a energía mecánica. Dicho de otro modo, un cohete aprovecha el movimiento violento y caótico de las partículas a gran temperatura para convertir parte de esa energía en una más “ordenada”, que impulse el cohete hacia delante. Desde luego, se trata de un proceso muy poco eficaz energéticamente, ya que no toda la energía térmica se convierte en mecánica ni mucho menos, pero a cambio se trata de un proceso violento que puede liberar enormes cantidades de gas caliente en muy poco tiempo y así lograr una fuerza tremenda sobre el cohete.
Ahí es donde los cohetes reinan en solitario: la terrible violencia con la que se produce el proceso libera cantidades ingentes de energía y propelente en muy poco tiempo. Es algo así como impulsarte con una bomba más o menos controlada en el trasero. Seguro que has visto algún lanzamiento de la Atlantis o algún otro transbordador espacial, y te has fijado en los dos pedazos de cohetes que emplea durante el lanzamiento (y de los que luego se libra cuando ya han terminado su trabajo, para ser rescatados del océano). Esos cohetes, denominados SRBs (Solid Rocket Boosters) utilizan fundamentalmente aluminio como combustible y perclorato de amonio (NH4ClO4) como oxidante, y la reacción entre ellos es tremenda. Cada uno tiene unos 50 metros de alto y casi 4 de diámetro y pesa unas 91 toneladas vacío, con alrededor de 500 toneladas de combustible. La fuerza máxima que estos monstruos realizan durante un lanzamiento es de unos catorce millones de newtons, y consumen todo su combustible en cuestión de minutos. Pero mis palabras son un patético intento de expresar esto:
Aunque los SRBs son un ejemplo extremo, ponen de manifiesto muy bien las ventajas y desventajas de este modo de propulsión: si quieres una liberación brusca de energía en muy poco tiempo para poder escapar, por ejemplo, de un campo gravitatorio intenso, y no te importa utilizar enormes cantidades de masa, son excelentes. Sin embargo, la velocidad de salida del propelente en un cohete químico no es demasiado grande: unos 2-5 km/s. El tremendo impulso que proporcionan se debe a que la cantidad de masa expulsada es gigantesca, lo cual es un verdadero problema para llegar muy lejos, porque en un abrir y cerrar de ojos te quedas sin propelente.
Es más, incluso para salir del campo gravitatorio terrestre, los cohetes no son la solución óptima: es mucho más eficaz un ascensor espacial, pero por ahora nuestra tecnología no nos permite construirlo. Sin embargo, no nos distraigamos de nuestro objetivo, que es la exploración a larga distancia, para la que no hace ninguna falta una fuerza tan grande, ya que disponemos de tiempo suficiente para ir ganando velocidad poco a poco sin luchar contra un campo gravitatorio tan grande como en la superficie terrestre.
¿Quiere esto decir que debemos descartar los cohetes como sistema de propulsión para nuestro objetivo? No – quiere decir que debemos descartar los cohetes químicos, es decir, los que utilizan una reacción exotérmica como fuente de energía térmica; en otras palabras, debemos descartar los cohetes actuales. Existen otras maneras de calentar el propelente cuya relación energía-masa es muchísimo mayor que la de una reacción química: las reacciones nucleares. La velocidad de salida empleando reacciones nucleares es muy superior a la de un cohete químico, lo cual significa que hace falta acarrear mucha menos masa para alcanzar una velocidad equivalente en la nave. Sí, sí… ya sé que no es precisamente el momento de hablar racionalmente de este asunto sin causar controversias, pero bueno.
Dicho mal y pronto, como he mencionado antes, volar en un cohete es básicamente ponerte una bomba en el trasero y hacer que la explosión controlada te impulse hacia delante… pero claro, hay bombas y bombas, y las nucleares dejan a las bombas químicas normales como meros juguetes. La idea de utilizar explosiones nucleares para propulsar una nave espacial es, de hecho, bastante antigua: Stanislaw Ulam parece haber sido el primero en proponerlo a mediados de los 40, en Los Alamos. En los 50 y 60, su idea tomó forma y se desarrolló el Proyecto Orión, que consistía en construir una nave espacial propulsada por bombas de fisión nuclear.
La idea es de una simpleza apabullante: realícense repetidas explosiones nucleares junto a una placa metálica de un tamaño tremendo unida a la nave espacial, y la nave saldrá impulsada en sentido opuesto. La violencia de estas explosiones es tal que la velocidad a la que sale despedido el propelente es de 20-30 km/s, es decir, unas diez veces la de un combustible químico, lo cual supone una eficiencia mucho mayor respecto a la masa acarreada… pero hay varios problemas considerables que no se pueden olvidar.
En primer lugar, como puedes imaginar, la explosión de una bomba nuclear es de tal violencia y se alcanza una temperatura tal que los materiales de construcción deben ser muy especiales. De hecho, es casi inevitable que cada explosión vaya produciendo una abrasión sobre la placa metálica que protege y empuja el resto de la nave, y que las ondas de choque produzcan daños sobre ella. Pero es posible construirla del grosor suficiente que, incluso perdiendo parte de su masa a lo largo del viaje, resista – es más, esto ya era posible con la tecnología de materiales disponible en los 50-60, durante el diseño de Orión.
En segundo lugar, si se realizasen este tipo de explosiones dentro de la magnetosfera terrestre, existirían riesgos indudables para la población del planeta. La solución para este problema es, evidentemente, no utilizar este sistema para despegar del suelo, lo cual no es nuestro objetivo en este artículo en cualquier caso, sino hacerlo una vez bastante lejos de la Tierra. Sin embargo, la idea requiere transportar material fisionable hasta el espacio para luego emplearlo en la nave, lo cual sería todo menos popular, ya que siempre existe la posibilidad de un accidente durante el lanzamiento. Además, en 1963 se firmó un tratado internacional, el Tratado de prohibición parcial de ensayos nucleares en la atmósfera, en el espacio exterior y bajo el agua, que prohibe realizar explosiones atómicas que no sean subterráneas, una de las razones por las que el Proyecto Orión fue cancelado en los 60.
En tercer lugar, incluso aunque nos llevemos la nave lejos antes de empezar a realizar explosiones de fisión, los tripulantes de la nave –recordemos que estamos hablando de misiones tripuladas– sí que van a estar cerca. Sin embargo, también para esto hay solución: la misma que para protegerlos de la radiación ionizante en el espacio, es decir, unos pedazo de paredes entre las explosiones y ellos de aquí te espero. La propia placa que está junto a las explosiones ya es de tal grosor que, si todo va bien, la tripulación estaría protegida. Sí, claro: “si todo va bien” es un condicional que no inspira mucha confianza, pero en cualquier viaje interplanetario, al principio, va a haber riesgos y si algo va mal los tripulantes seguramente morirán: no tiene por qué ser por estar expuestos a una explosión nuclear, ya que si cualquier sistema de propulsión falla, seguramente no podrían volver a la Tierra y morirían de todos modos.
En mi opinión, estos problemas prácticos pueden resolverse con la tecnología actual, y este tipo de propulsión sería factible. Sin embargo, no veo futuro a una nave propulsada por bombas de fisión. Por un lado, la opinión pública nunca lo admitiría, y acabamos de ver recientemente cómo nuestros análisis de riesgos a veces no son acertados y tienen consecuencias graves. Por otro lado, nuestra “propulsión de ensueño” debería ser algo que podamos usar una y otra vez, y este sistema requiere de un combustible que existe en cantidades limitadas. Sería muy difícil utilizarlo de manera masiva para realizar viajes continuos, y a diferencia de otros, es casi imposible “repostar” por el camino.
A pesar de que aún no tenemos la tecnología necesaria para ello, la alternativa evidente a una nave propulsada por fisión sería una que utilizase fusión nuclear de modo similar. Esto fue propuesto de manera más concreta en los años 70 por la British Interplanetary Society, bajo el nombre de Proyecto Dédalo, como idea para construir no ya una nave interplanetaria, sino una interestelar capaz de alcanzar la Estrella de Barnard (a unos 6 años-luz de nosotros) en sólamente 50 años. El principio físico es básicamente el mismo de antes, pero tiene ventajas claras respecto a la fisión: por un lado, los peligros son mucho más reducidos, por otro, la energía liberada respecto a la masa empleada es mucho mayor y, finalmente, el combustible requerido está prácticamente por todas partes y puede “repostarse” fácilmente.
Recordemos que para realizar fisión utilizamos elementos pesados, como el uranio, mientras que para la fusión simplemente nos hacen falta, por ejemplo, isótopos del hidrógeno, que están por todas partes. Una nave que emplease, por ejemplo, hidrógeno-3 (tritio) podría conseguirlo en el camino. Así podemos, idealmente, reducir la carga de combustible a la mitad, ya que es posible llegar a alguna luna de Júpiter, obtener allí el tritio necesario, y luego volver a casa utilizándolo. A pesar de que aún no hemos logrado la fusión controlada, lo cual hace imposibles actualmente otros diseños de los que hablaremos luego, sí podemos conseguir explosiones nucleares de fusión, pero tampoco veo muy factible la construcción de una nave que haga uso de ellas porque bastaría decir “explosión nuclear” para que los presupuestos se congelasen ipso facto, y de hecho existen maneras menos brutales de utilizar la energía nuclear para este propósito.
Existe una forma algo más refinada de emplear la energía nuclear para impulsar un cohete, que no requiere de explosiones: la expresada en el diseño BNTR (Bimodal Nuclear Thermal Rocket) de la NASA. La idea aquí es construir un reactor nuclear de fisión en la nave, que tenga una doble misión. Por un lado, calentar el propelente a la máxima temperatura posible, de modo que no sea una explosión la que impulsa el cohete, sino algún gas –por ejemplo, hidrógeno– calentado por la reacción nuclear controlada en el reactor de fisión. Por otro, un reactor de este tipo puede utilizarse para producir la energía eléctrica necesaria para que funcione la nave y, especialmente, para suministrar la energía requerida para hacer funcionar un motor iónico –de ellos hablaremos en un momento–. De ahí lo de “bimodal”: podemos elegir entre propulsión térmica más violenta pero que consume mucha masa cuando nos haga falta, y propulsión eléctrica cuando deseemos ser más ahorradores en cuanto a la masa.
Desde luego, estar montado en un vehículo con un reactor de fisión, aunque no haya explosiones, sigue requiriendo una protección adecuada para la tripulación, y supone riesgos que tal vez no estemos dispuestos a asumir. Los cohetes, por estas limitaciones, tal vez no sean la opción que triunfe al final – pero examinemos la otra cara de la moneda, no tan conocida, de la propulsión espacial. ¡Coulomb y Lorentz al rescate!
Impulsión electromagnética
Es posible acelerar el propelente sin realizar ningún tipo de reacción exotérmica –química o nuclear–, empleando directamente las fuerzas eléctrica y magnética. Se trata, por así decirlo, de una solución más quirúrgica al problema, en contraposición a la solución de “fuerza bruta” que suponen los cohetes, y existen ventajas enormes respecto a ellos… pero sí, lo has adivinado, también inconvenientes.
La idea básica aquí es utilizar iones, es decir, moléculas o átomos cargados eléctricamente, y acelerarlos utilizando el electromagnetismo. Los iones salen disparados hacia atrás y, como consecuencia, la nave sale propulsada hacia delante. Dado que las fuerzas electromagnéticas se conocen desde hace mucho tiempo, la idea de emplearlas para propulsar una nave es muy antigua (aunque no tanto como la de emplear combustiones o explosiones, claro está). Nuestro viejo amigo Konstantin Tsiolkovsky, al que ya mencionamos en la primera parte de la entrada, ya sugirió emplear el electromagnetismo para impulsar naves en 1911, y lo mismo hizo Robert Goddard en 1906.
La razón de fijarse en la electricidad se debe a que la fuerza de Coulomb con la que las cargas se atraen o repelen puede llegar a ser tremendamente intensa. Al utilizarla, a diferencia de la combustión, el impulso que recibe el propelente no es caótico como en el caso de la energía térmica, sino dirigido exactamente hacia donde deseamos. Por ello, las velocidades que puede alcanzar el propelente son extraordinariamente altas.
De hecho, el electromagnetismo es precisamente lo que empleamos para alcanzar las velocidades más grandes jamás logradas, en los aceleradores de partículas, ¡y no son velocidades pequeñas ni mucho menos! Las diferencias entre unos sistemas y otros se deben, como sucedía en el caso de los cohetes, a los detalles; en este caso, a qué tipo de iones se emplean y la causa que los acelera.
Los llamados motores iónicos suelen emplear xenón, que es ionizado empleando un cañón de electrones o radiación electromagnética y luego se somete a una enorme diferencia de potencial eléctrico, de modo que los iones salen escopetados hacia atrás. Bastan, por ejemplo, un par de cañones de electrones (uno debe disparar electrones fuera de la nave para que no se vaya quedando cargada según escapan iones positivos), xenón y un par de placas cargadas y ¡voilá!, propulsión espacial mientras no se te acabe el xenón ni la energía eléctrica necesaria para mantener la diferencia de potencial entre las placas.
Los científicos e ingenieros de la antigua Unión Soviética fueron auténticos pioneros en esto de emplear el electromagnetismo para impulsar naves. El sistema que emplearon muchos de sus satélites hacía uso del llamado efecto Hall. Dicho mal y pronto, al someter una corriente eléctrica a un campo magnético perpendicular a ella, se produce una separación de cargas que da lugar a un campo eléctrico que, a su vez, puede acelerar iones (por ejemplo, de xenón) en la dirección que deseamos.
Los motores iónicos de uno u otro tipo se vienen utilizando desde los años 60, y tienen una ventaja fundamental respecto a los cohetes: la velocidad de salida de los iones es enorme. Suele rondar los 15-30 km/s, pero puede llegar a ser de hasta 200 km/s. Como puedes imaginar, si comprendiste la primera parte del artículo, esto significa que no hace falta llevar mucha masa en la nave para impulsarse, ya que la “escupimos” a una velocidad endiablada. El satélite SMART-1 (Small Missions for Advanced Research in Technology 1) de la Agencia Espacial Europea, por ejemplo, empleaba el efecto Hall para impulsarse, y con tan sólo unos 80 kg de xenón le bastó para tres años. Pero, ¡ay!, no todo es miel sobre hojuelas y, una vez más, seguro que te hueles por dónde van los tiros si tienes frescos los conceptos generales.
Impulsar iones a gran velocidad no sucede gratis: hace falta poco propelente, pero sí hace falta energía… y recordemos que las plantas de energía también pesan. El SMART-1 que acabamos de mencionar, por ejemplo, “hacía trampa”… tenía paneles solares que proporcionaban la energía eléctrica necesaria para poner en marcha el efecto Hall e ionizar y propulsar el xenón. Pero claro, a grandes distancias del Sol esto no sería una opción, con lo que hace falta pensar en de dónde obtener la energía eléctrica que nos hace falta.
Salvo que se emplee una potencia desproporcionada –lo cual, como digo, requiere de una planta energética enorme–, podemos impulsar los iones a gran velocidad, pero no en gran cantidad al mismo tiempo. Esto quiere decir que tenemos justo lo contrario a un cohete: la fuerza ejercida es muy pequeña y el proceso no es violento, pero a cambio podemos mantenerla durante un tiempo larguísimo sin que se nos acabe el propelente. Por eso, hasta el momento, este tipo de propulsión se ha empleado mucho para satélites una vez están en en el espacio, ya que son pequeños y no requieren de fuerzas enormes para impulsarse o maniobrar; nunca se ha empleado un motor iónico para impulsar una nave tripulada.
Y este problema afecta incluso a los nuevos diseños, aún no empleados en la práctica. Los motores magnetoplasmadinámicos (MPD), en los que se ioniza el propelente, se acelera utilizando un campo eléctrico y luego se dirige utilizando otro magnético, con lo que pueden lograrse velocidades tremendas justo en la dirección deseada… una vez más, todo genial, pero claro, ¿quién dispone de una central eléctrica que proporcione la potencia suficiente? El motor de efecto Hall de la NASA que he mostrado arriba emplea 6 kilovatios de potencia, algo razonable, pero para impulsar cantidades suficientes de propelente con un MPD o un motor Hall hacen falta potencias de cientos de miles de vatios, y eso requiere mucho peso y es una gran complicación.
Fuentes de energía eléctrica
Para llevar a cabo en la práctica algo así hace falta, por tanto, incluir una central eléctrica en la nave – no unos panelillos solares ni nada por el estilo, no, una central de verdad, lo más compacta y eficaz posible, pues no nos basta con enviar una pequeña sonda, sino algo mucho mayor, capaz de proporcionar soporte vital a personas y de traerlas de vuelta, junto con todo lo necesario para su supervivencia y la realización de la misión. Ya hemos visto antes una solución a este problema en el BNTR, el reactor “bimodal”: una central nuclear proporcionaría la energía necesaria para hacer funcionar un motor electromagnético de este tipo, pero su masa sería muy grande para proporcionar la energía suficiente, lo cual supone un problema.
Es más: ¿qué tipo de central puede servirnos para este propósito? _ No puede ser solar, pues nos encontraremos muy lejos del Sol, y no puede ser de combustión, pues no sólo necesitamos un montón de combustible, como sucedía en el caso de los cohetes, sino que además necesitamos llevarnos el oxidante –como también sucede en los cohetes–, ya que no estamos dentro de una atmósfera de la que tomar el oxígeno para la combustión. Sí, la única solución viable (salvo que hagamos “trampa”, como veremos en un momento) es la energía nuclear, _pero es que ni siquiera nos vale cualquier tipo.
Por ejemplo, ahora mismo tenemos sondas a distancias muy alejadas del Sol, tan lejos que no hubiera tenido sentido construirlas para utiliza paneles solares, y que llevan funcionando tanto tiempo que tampoco hubiera sido factible emplear cualquier tipo de fuente de energía que no fuera nuclear. Las dos sondas Voyager, entrañables compañeras de viaje en esta serie, funcionan precisamente así. Cada una tiene unas cuantas esferas de dióxido de plutonio-238 inestable, que se desintegra constantemente mediante una reacción de fisión espontánea y, por lo tanto, genera energía térmica todo el tiempo, y seguirá haciéndolo hasta que se haya consumido todo el material fisionable –algo que sucederá allá por 2025, lo cual no está nada mal–. No puede cambiarse el ritmo como sucede en una central nuclear “normal”, pero a cambio tampoco puede la cosa irse de madre y suceder una catástrofe, lo cual es una enorme ventaja.
Las Voyager utilizan el dióxido de plutonio para hacer funcionar un reactor termoeléctrico de radioisótopos: una parte del reactor está más caliente que la otra (debido a la constante fisión de núcleos de plutonio), y la diferencia de temperatura se aprovecha, empleando el efecto Seebeck, justo el contrario al efecto Peltier del que hablamos en El Tamiz hace mucho tiempo. Este fenómeno físico consiste en la aparición de una diferencia de potencial entre los extremos de ciertos materiales cuando existe una diferencia de temperatura entre ellos. Las Voyager utilizan esta diferencia de potencial para generar una pequeña corriente eléctrica con la que funcionar.
Y ahí está el problema de este tipo de reactores… las Voyager son pequeñas, frugales y cuidadosas en el uso de su energía. Los reactores de estas sondas generan una potencia de unos 470 vatios, lo cual es suficiente para ellas, pero no lo necesario para impulsar propelente mediante un motor electromagnético como los que acabamos de describir en una nave que lleve personas. Para obtener una potencia suficiente nos haría falta tal cantidad de material fisionable que la masa de la nave sería enorme. No, no basta cualquier tipo de reacción nuclear. Muy probablemente, la manera realmente eficaz de hacerlo sea una vez hayamos logrado centrales de fusión ya que, como hemos dicho antes, la relación energía-masa acarreada es para ellas mucho mayor que para las de fisión, aunque el BNTR emplea un reactor de fisión convencional.
Dejar la central en casa
Existe una manera de “hacer trampa” en cuanto a la fuente de energía de nuestra nave, que consiste en que no esté en nuestra nave. Observa que así nos quitamos de encima, de un plumazo, nuestro problema reiterado: cuanta menos masa utilizamos, más energía hace falta, y cuanta más energía utilizamos al mismo tiempo –es decir, cuanta más potencia– más masa requiere la central de energía. Pero si dejamos la fuente de energía en casa, ¡no tenemos que preocuparnos por cuánto pesa! Es más, si nos quitamos de encima la central, tampoco necesitamos estar constreñidos por las condiciones de nuestro viaje, como la lejanía al Sol.
La idea aquí sería emplear algún tipo de central cerca del Sol –en la órbita de la Tierra o incluso más profundamente en el pozo gravitatorio de la estrella– y luego enviar la energía hasta nuestra nave. Podríamos así tener enormes paneles solares cerca de Mercurio, o un pedazo de planta de fisión o fusión cerca de la Tierra, o lo que nos diera la gana sin preocuparnos por masa o distancia al Sol. Nuestro problema en este tipo de solución, claro está, no es cómo producir la energía, sino cómo hacérsela llegar a la nave. Pero esto no es tan difícil como pudiera parecer en un principio.
El problema en utilizar una fuente de energía distante, como el Sol, se debe a la atenuación. La onda de radiación emitida por la estrella se expande por el espacio como una esfera cada vez mayor: igual que los anillos creados en un charco al tirar una piedra en él, estos frentes de onda van haciéndose más y más grandes, con lo que la energía emitida inicialmente por el Sol se va “repartiendo” por una superficie cada vez mayor, y a cada metro cuadrado de superficie le toca muy poquita energía… dicho de otro modo, la energía se va “difuminando”; no es que desaparezca, sino que se va difundiendo por una región tan grande que es muy difícil tener acceso a una gran cantidad. De ahí lo de que la intensidad de radiación solar disminuya con el cuadrado de la distancia a la estrella, y nuestra imposibilidad de utilizar paneles solares.
Pero esto no tiene por qué suceder: podemos emplear un haz de radiación que sea más o menos cilíndrico en vez de esférico, en el que los rayos sean casi paralelos; en ese caso, la intensidad del haz en cualquier parte será casi igual, ya que la energía no se está repartiendo por una superficie cada vez mayor –o al menos no de una manera exagerada–. El término técnico para un haz de rayos paralelos como el que queremos, por cierto, es el de un haz colimado, y mucha gente lo identifica con un láser, aunque las dos cosas no signifiquen lo mismo y haya láseres que no emitan un haz colimado. Pero, por si ayuda visualmente, pensemos precisamente en un láser que envíe la energía hasta nuestra nave.
Los problemas prácticos son ahora dos: al tener un haz de radiación muy estrecho que llega hasta nuestra nave, nos hace falta tener mucha puntería, ya que si no apuntamos exactamente a la nave, la energía no será recibida y nuestros astronautas estarán perdidos. Afortunadamente para nosotros, esto es bastante más fácil de lo que pudiera parecer, y para un viaje interplanetario no sería difícil emplear sistemas automáticos que mantuvieran el haz apuntando exactamente hasta el punto de recepción. Naturalmente, estamos introduciendo un nuevo riesgo que antes no existía (el de que se pierda el contacto con el haz), pero no es demasiado grande y podría resolverse si sucediera; a cambio, no hace falta proteger a la tripulación de su propia central nuclear, y la nave puede ser muchísimo más ligera que antes.
El segundo problema es, desde luego, cómo aprovechar ese haz intensísimo de radiación electromagnética; no tiene por qué ser luz, desde luego, podría ser microondas o lo que nos dé la gana, pero ¿cómo emplearlo en su destino? Una vez más, afortunadamente no es un problema insoluble, y hay multitud de soluciones posibles: podemos utilizar espejos parabólicos para producir altas temperaturas y tener una central térmica en la que no estamos quemando nada, podemos aprovechar el efecto Seebeck pero con temperaturas enormes en una gran superficie si empleamos varios haces de radiación, podemos construir paneles fotovoltaicos en la nave que conviertan directamente la energía luminosa en eléctrica… se trata, al fin y al cabo, de problemas menores comparados con el enorme problema de la masa requerida para producir una gran potencia eléctrica que haga funcionar nuestros motores electromagnéticos.
Incluso podríamos utilizar la presión radiativa del haz para empujar directamente una vela solar: en vez de que la vela solar sea empujada por la radiación emitida por el Sol, nuestro propio haz la empujaría. Es como si, en vez de impulsar la vela de un barco con el viento, soplásemos con fuerza sobre la vela… salvo que somos capaces de soplar muy, muy fuerte, llegar muy lejos y acertar exactamente en la vela del barco por lejos que esté. Sin embargo, no creo que esta solución por sí sola funcione, ya que carece de la versatilidad de la simple transferencia de energía para ser empleada luego en su destino como mejor le parezca a la tripulación. Una vez más, aquí tenemos la vulnerabilidad de este “cordón umbilical de luz” hasta el origen del viaje, pero sigo insistiendo en que no se trata de algo tan preocupante como pueda parecer en un principio.
Impulsión híbrida - VASIMR
Llegamos por fin a una de mis dos soluciones favoritas – en este caso, la que me emociona más como sistema para exploración y colonización inicial de las regiones medias y exteriores. Se trata de un sistema “híbrido” entre los motores electromagnéticos y los térmicos, y recibe el rimbombante nombre de Variable Specific Impulse Magnetoplasma Rocket (VASIMR) o Cohete de Magnetoplasma de Impulso Específico Variable.
La idea detrás de VASIMR es la siguiente. Se empieza con un gas que actuará de propelente –por ejemplo, argón– pero, como en los motores electromagnéticos, lo primero que sucede es que se ioniza el gas empleando radiación electromagnética emitida por una antena. Una vez ionizado, es decir, convertido en plasma, se lo dirige empleando bobinas por las que circula una gran corriente eléctrica, generando así un campo magnético muy intenso: esto no podría lograrse si no se hubiese ionizado el gas antes, y permite que no haya contacto con las paredes que lo contienen. Además, al dirigir el gas mediante un campo magnético, no hacen falta partes móviles que sufran desgaste como sucede en un cohete convencional.
Mediante el campo magnético, se hace pasar el gas ionizado frente a una segunda antena que emite una segunda onda electromagnética intensa que acelera enormemente los iones; dicho como nos gusta por aquí, es como si metiésemos el gas ionizado en el microondas, lo cual lo calienta de una manera muy eficaz y muy rápida hasta una temperatura enorme. Finalmente, una segunda bobina que actúa de electroimán sigue dirigiendo el plasma por donde nos interesa, que es, como puedes imaginar, hacia fuera y hacia atrás, de modo que las partículas cargadas salen a una velocidad enorme en poquísimo tiempo después de empezar el proceso y proporcionan el impulso a la nave.
A diferencia de algunos otros diseños electromagnéticos, VASIMR puede controlar muy bien la velocidad de salida del plasma –lo que en el nombre se indica con “impulso específico variable”–, lo cual es una enorme ventaja porque ya vimos cómo una velocidad mayor no tiene por qué significar una mayor eficiencia, sino a veces todo lo contrario. Sin embargo, al no haber una reacción química exotérmica como en un cohete normal, la conversión de energía es “directa” desde electromagnética a cinética. Por si imaginar esto te ayuda, vimos cómo en un cohete al uso la energía “caótica” de las partículas era convertida, en parte, en energía mecánica dirigiendo ese movimiento, mal que bien, hacia atrás al salir de la cámara de combustión. Pero en un VASIMR los campos magnéticos intensísimos sacan los iones exactamente en la dirección que nos interesamucho antes de que empiecen a chocar con nadie, con lo que no hay tanto “caos” como en un cohete tradicional.
Es como si combinásemos las mejores ideas de uno y otro bando, y la verdad es que parece una idea excelente. Lo mejor de todo es que, a diferencia de otros diseños “futuristas”, éste no es una idea sobre el papel. La empresa Ad Astra Rocket Company, en colaboración con la NASA (y dirigida por un antiguo empleado de la agencia) empezó a desarrollar un prototipo de 50 kilovatios en 2005; tras construirlo y probarlo, hicieron lo mismo con una segunda versión de 100 kW y finalmente otro de 200 kW.
El prototipo de 200 kW utiliza superconductores en las bobinas para generar los intensos campos magnéticos necesarios, de unas 2 teslas, y es capaz de expulsar el plasma a velocidades de hasta 50 000 m/s. El rendimiento, es decir, la fracción de energía eléctrica inicial que se convierte finalmente en energía cinética de impulsión, es ahora mismo de alrededor del 60%. Esto puede parecer poco, pero no lo es en absoluto; es muy dfícil alcanzar valores así, y recuerda que para producir los campos magnéticos necesarios la corriente eléctrica debe ser muy grande y, con ella, el efecto Joule que produce disipación en forma de calor –uno de los problemas de este diseño, pero no uno insoluble ni mucho menos–.
Un par de vídeos que espero te hagan sonreír como a un niño (quiero decir, como a mí). El primero es de una prueba del VX-200, el último prototipo, realizada hace un par de años. El VASIMR está dentro de una cámara de vacío, con lo que lo único que se ve aquí es el brillo a través de la ventana, y al estar en vacío no se oye ningún rugido, sino simplemente las máquinas que hacen funcionar todo el asunto, pero sigue siendo genial:
El segundo está tomado por una cámara dentro de la cámara de vacío, con lo que sí se ve lo que sucede en primer plano, aunque no haya sonido:
Un prototipo de 200 kW será enviado a la Estación Espacial Internacional en un futuro cercano –tal vez en 2013– para realizar más pruebas allí. No se trata de hacer pruebas por hacerlas: como creo que hemos mencionado por aquí alguna vez, la estación requiere de un impulso periódico, una especie de “tirón hacia arriba”, ya que al estar en una órbita relativamente baja, se va frenando poco a poco y, de no darle un poco de impulso de vez en cuando, su órbita sería una especie de espiral descendente y acabaría cayendo. Estos impulsos periódicos, al no ser muy eficaces energéticamente, cuestan una buena pasta (más de doscientos millones de dólares al año), y el uso de unos cuantos motores VASIMR podría reducir el coste al 5% del actual, lo cual no es moco de pavo.
Las buenas noticias son, por tanto, que hay planes concretos de utilizar motores VASIMR en el futuro, por la razón de casi siempre: el dinero, ya que su eficiencia los hace más baratos a largo plazo. De hecho, hay planes para construir naves con motores de este tipo que puedan llevar cargamento desde la órbita terrestre hasta la Luna con un coste razonablemente bajo; esto es algo absolutamente esencial si queremos establecer bases permanentes en nuestro satélite y, aunque no sea exactamente un viaje interplanetario, sí es un buen paso hacia delante para, algún día, emplear este tipo de propulsión para llegar a Marte, Júpiter o más allá.
La combinación de un motor VASIMR con una planta de fusión o la transferencia de energía mediante un haz colimado haría factibles los viajes a las regiones exteriores en tiempos muy cortos. El actual “jefazo” de la NASA, Charles Borden, ha mencionado ya que un VASIMR asociado a un reactor nuclear podría hacer posible llegar a Marte en días en vez de meses, de modo que parece que la NASA tiene bastantes esperanzas puestas en este tipo de propulsión – aunque nunca debemos poner todos los huevos en la misma cesta, desde luego.
¿Podemos entonces soñar con viajes muy rápidos a regiones muy lejanas sin meternos en ciencia-ficción absurda? En mi opinión sí… hasta cierto punto. Creo que, siendo realistas, nuestro objetivo debería ser alcanzar el equivalente a la navegación en los siglos XVII-XVIII, es decir, poder establecer rutas que requieran de semanas o algunos meses de viaje. Ya sé que pensar en un viaje que dure tres o cuatro meses para llegar a las lunas de Júpiter puede parecer una barbaridad, ¡pero estamos hablando de llegar a casi 800 millones de kilómetros del Sol! Alcanzar un nivel equivalente al actual en la Tierra, en el que meras horas o un día sirve para alcanzar nuestro destino, requiere de especulaciones que se escapan al mínimo rigor que quiero mantener en este artículo. Pero insisto: semanas o meses son algo digno y que no hacen imposible el soñar con explorar esas regiones, como no lo hizo viajar durante semanas o meses para alcanzar lugares remotos en épocas pasadas.
Sin embargo, no quiero terminar sin sugerir una opción completamente diferente, que es mi otra idea favorita en este asunto. El caso es que naves equipadas con VASIMR pueden servir para que unos cuantos tarados puedan llegar a esos lugares exteriores, e incluso que podamos llevar suficiente cargamento para establecer alguna base allí… pero no podrían servir para que un gran número de gente pudiese emigrar, ni para llevar enormes cantidades de cargamento a uno y otro lado, pues sería algo energéticamente inviable. ¿Por qué va a querer nadie emigrar?, te puedes estar preguntando. No tengo ni idea, pero no creo que sea imposible planteárselo en un par de siglos, e insisto – ni siquiera en un par de siglos veo opciones energéticamente viables para hacerlo de forma masiva. De ahí que venga a rescatarnos un viejo amigo: Hohmann.
Órbitas de Hohmann permanentes
En la primera parte del artículo hablamos sobre cómo realizar un tránsito de Hohmann, es decir, realizar una media órbita elíptica en la que el perihelio se encuentra en la órbita planetaria interior y el afelio en la exterior, con sendos cambios de velocidad en ambos puntos –uno para pasar de una órbita circular a la elíptica, un segundo cambio para pasar de la elíptica a la circular externa–. Sin embargo, es posible ahorrar una gran cantidad de energía, si tenemos paciencia y cuidado; la idea es mantener la nave en una órbita de Hohmann de forma permanente.
La clave de esta idea es que, mientras la nave se encuentra en esa órbita, no consume un ápice de energía en propulsarse, ni de masa, ni de nada: es Newton quien la guía. Es posible, por lo tanto, poner en órbita de Hohmann una nave de enorme tamaño, gastando la energía requerida una sola vez y cerca del Sol (por ejemplo, en la órbita terrestre, donde producir la energía no es tan difícil). Se trataría de un gran gasto inicial, pero luego este objeto –pues no tiene por qué ser una nave, puede tratarse de un asteroide, por ejemplo– seguiría moviéndose en esa órbita de Hohmann para siempre sin gastar un ergio de energía.
Una vez puesto en marcha, cada cierto tiempo –meses o años, dependiendo de hasta dónde llega el otro extremo de la órbita elíptica– este objeto volvería a pasar por la órbita terrestre o sus cercanías, para luego seguir su camino y llegar hasta la órbita más externa. Es algo así como un autobús espacial, y no tenemos más que subirnos en él para llegar a regiones exteriores y luego bajarnos allí, una vez en nuestro destino. Desde luego, a diferencia de una nave convencional (que sería el equivalente a ir en nuestro coche), no elegimos cuándo salir, pues hace falta esperar a que “el autobús pase por nuestra parada”, pero a cambio hay un ahorro energético brutal.
“Un momento, sinvergüenza”, puedes estar pensando. “En la transferencia de Hohmann, el gasto energético no se producía en el tránsito elíptico, sino al entrar en la órbita y salir… ¡y aquí tenemos que seguir haciendo lo mismo!” Sí, tienes razón, pero sólo en parte. Efectivamente, según pasa el “autobús espacial”, lo hará a gran velocidad, y hará falta que nosotros mismos aceleremos para poder subirnos a él tras haber igualado nuestras velocidades. Y, al llegar a nuestro destino, hará falta una vez más acelerar para igualar la velocidad orbital a aquella distancia: pero, incluso teniendo en cuenta esto, ahorramos energía. Para comprenderlo, piensa en un barco.
Imagina que un barco gigantesco se mueve por los océanos de la Tierra pasando por varios puertos, y pensemos en dos planes diferentes; en el plan A, el trasatlántico frena y se detiene en cada puerto, para que los viajeros se suban y bajen, y luego arranca de nuevo y parte hacia el siguiente puerto. En el plan B, el trasatlántico nunca cambia de velocidad según se acerca a un puerto, sino que un pequeño bote sale del puerto, iguala su velocidad con el barco de modo que los viajeros se suban, recoge a los que se van a bajar y finalmente se detiene en el puerto… ¿cuál de los dos planes es más eficaz energéticamente?
Por si esto no ha hecho encenderse la bombilla, tal vez lo haga este vídeo, aunque aparentemente no tenga nada que ver con órbitas, ni Hohmann, ni nada:
De lo que sí es imposible librarse, pues los equilibrios entre variables que hemos mencionado son los que son, es de un tiempo de viaje enorme si utilizamos órbitas de Hohmann: de ahí que esto tenga sentido sólo para un proceso muy lento, como una emigración paulatina y en masa, y para el transporte a gran escala de suministros, materias primas, etc., entre el centro y el borde del sistema. Por más sugerente que sea pensar en naves VASIMR y demás, no debemos olvidar que seguramente serán sistemas más lentos, menos espectaculares pero más económicos los que den el paso de viajes interplanetarios de exploración al desarrollo de un verdadero comercio interplanetario y, tal vez, el transporte de personas a gran escala y nuestra diseminación “de verdad” por todo el sistema estelar, más allá de la exploración por parte de unos pocos.
Tras este mamotreto en dos partes, en la próxima entrega de la serie seguiremos explorando juntos –instantáneamente, sin órbitas de Hohmann ni nada– las lunas exteriores de Júpiter.
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Pedro Gómez-Esteban González. (2009). El Tamiz. Recuperado de: https://eltamiz.com/el-sistema-solar/