El Sistema Solar – Júpiter (III)
Hoy continuamos con la tercera parte dedicada a Júpiter, dentro de la longeva serie sobre el Sistema Solar. En el primer artículo sobre el monstruo hablamos sobre aspectos generales, y en el segundo nos acercamos a él con las primeras sondas para observarlo de cerca y ver las formaciones nubosas y los efectos de la magnetosfera. Hoy nos colaremos por fin bajo las nubes jovianas para echar un vistazo al interior del gigante, y veremos en primer plano el cataclismo provocado por el cometa Shoemaker-Levy 9.
Entre las últimas misiones de las que hablamos en el artículo anterior –las Voyager– y la siguiente en pasar cerca de Júpiter pasó más de una década, en parte, como dijimos entonces, debido al desastre del Challenger. De hecho, salvo que seas muy joven, lo que estudiaste en el colegio sobre Marduk –como lo que estudié yo mismo– estaba basado en conocimiento obtenido básicamente hasta 1980. Hubo que esperar hasta 1992 para que otra sonda pasara cerca de Júpiter: se trataba de la sonda Ulises.
Sin embargo, el objetivo principal de Ulises no era Faetón, sino que sólo lo empleó, como tantas otras sondas, para alterar su trayectoria gracias a la brutal atracción gravitatoria del planeta. Ulises pasó a unos 450 000 km de Júpiter, y realizó algunas medidas que refinaron nuestro conocimiento sobre su campo magnético, pero ya que no disponía de cámaras, no nos proporcionó nuevas imágenes ni significó un gran avance en nuestra exploración de Júpiter. Para eso había que esperar dos años más: fue entonces cuando, por primera vez, una sonda fabricada por el hombre orbitaría de verdad alrededor de Júpiter, en vez de simplemente pasar cerca: la sonda Galileo, lanzada desde la Tierra en 1989 y que llegó a Júpiter en diciembre de 1995.
Pero las maravillas que Galileo nos mostró empezaron antes de que llegase a Júpiter, por pura casualidad. En 1993, cuando la sonda todavía estaba viajando hacia Marduk, se descubrió un cometa –nombrado en honor a sus descubridores–, el Shoemaker-Levy 9, que se movía alrededor de Júpiter en una órbita muy elíptica, y que probablemente había sido atrapado por el gigante cuando el cometa pasó cerca con la trayectoria y velocidad adecuadas, en las décadas de los 60 o 70. El caso es que la órbita del Shoemaker-Levy 9 hacía inevitable una colisión contra Júpiter: nunca jamás se había observado un impacto en directo entre dos objetos extraterrestres.
No sólo eso: aunque, como cualquier otro cometa, la masa del Shoemaker-Levy 9 no era muy grande (su núcleo tenía unos 5 km), el impacto contra el planeta se produciría a una velocidad –no, no hay ningún error tipográfico– de unos 216 000 km/h. Brutal. Como consecuencia de este cataclismo, probablemente podríamos ver algo de lo que había debajo de las nubes de Júpiter, según los trozos del cometa lanzasen al espacio material procedente de Júpiter. Según se acercaba la fecha, todos nuestros ojos, desde la Tierra y el espacio, se fijaron en Júpiter y en el pequeño y velocísimo cometa que se precipitaba sobre él: muchos telescopios terrestres, los telescopios espaciales Hubble y ROSAT, la sonda Ulises –que ya estaba a unas 2,6 UA ((Ya hemos hablado de las Unidades Astronómicas antes en la serie: 1 UA es la distancia media Tierra-Sol, unos 150 millones de kilómetros.)) de Júpiter–, incluso la sonda Voyager 2, que ya había pasado incluso Neptuno y estaba a 44 UA del gigante.
Sólo había un problema: el impacto se produciría justo en la espalda de Júpiter, visto desde la Tierra… todos nuestros telescopios, de superficie y en órbita alrededor de nuestro planeta, no podrían ver nada en el momento del choque. Pero Galileo, que estaba tardando tantos años en llegar a Júpiter por sus complicadas vueltas y revueltas, utilizando los campos gravitatorios de varios planetas para no emplear demasiado combustible en llegar, estaba aproximándose a Júpiter desde fuera, se encontraba a 1,6 UA del planeta, y tendría un campo de visión perfecto de los impactos –más de uno, como veremos en un momento–. Como digo, fuimos afortunados, porque la trayectoria de la sonda había sido fijada años antes del descubrimiento del Shoemaker-Levy 9.
Cuando el cometa fue descubierto, por cierto, ya no era un único objeto: aunque hablaremos de cometas cuando lleguemos a las regiones exteriores del Sistema Solar, las leves fuerzas de cohesión de esos delicados objetos no tienen comparación con las tremendas fuerzas de marea que Júpiter ejercía sobre el Shoemaker-Levy 9 al pasar cerca de él. Cuando los astrónomos lo observaron por primera vez, el cometa ya estaba roto en 21 trozos, desgajado por la gravedad del gigante, y todos ellos impactarían contra Júpiter, lo cual significaba muchos impactos diferentes, más información que obtener y más cosas que observar.
El primer impacto se produjo sobre la cara oculta de Júpiter el 16 de julio de 1994, y el impacto número 21 seis días más tarde. Durante esa semana, los trozos del Shoemaker-Levy 9 fueron penetrando bajo la capa de nubes del monstruo a velocidades estratosféricas, dejando un rastro de destrucción según se iban desintegrando en la atmósfera joviana, siempre observados por los ojos de Galileo. El espectáculo era aterrador, bellísimo, enorme, y lo vimos en directo.
De acuerdo con los instrumentos de Galileo, el primer impacto alcanzó una temperatura de 24 000 K – más caliente que la superficie del Sol y casi diez veces mayor que la temperatura necesaria para vaporizar –no fundir, ¡vaporizar!– el hierro. Como resultado, una gigantesca bola de fuego salió despedida de Júpiter y alcanzó una altitud sobre la cima de las nubes jovianas de 3 000 km. La bola de fuego duró lo suficiente, según se elevaba, como para que la rápida rotación de Júpiter nos la mostrarse a través de los ojos del Hubble, en esta secuencia estremecedora:
En total, la energía liberada por todos los fragmentos juntos fue de unas 600 veces la del arsenal nuclear de la Tierra entera. Galileo, desde luego, obtuvo las imágenes en el momento de los impactos, como las de esta secuencia que dura siete segundos:
En los lugares de los impactos empezaron a detectarse distintos elementos y compuestos químicos, utilizando la espectroscopía; algunos de ellos coincidían muy bien con lo que uno puede esperar que haya en un cometa, pero otros eran muy probablemente procedentes de Júpiter, despedidos hacia las capas más altas de la atmósfera por los tremendos impactos del cometa: y no se trataba de cosas que ya hubiéramos detectado antes, lo cual nos dio información sobre regiones más interiores de Júpiter que no hubieramos podido obtener sin la ayuda cataclísmica del Shoemaker-Levy 9.
Entre otras cosas, se detectaron cantidades sorprendentemente grandes de azufre, tanto puro –en su forma S2– como en distintos compuestos, como sulfuro de hidrógeno (H2S) y sulfuro de carbono (CS2). Lo que no se detectó en cantidades apreciables, y sorprendió a los astrónomos, fueron compuestos del oxígeno (como óxidos de azufre) ni tampoco demasiada agua: o bien no había ni de lejos tanta agua en las capas bajas de la atmósfera joviana como los astrónomos habían supuesto, o bien los trozos del cometa no habían alcanzado esas capas más bajas, sino que se habían desintegrado antes. Hoy día pensamos que la segunda posibilidad es la más probable.
Aunque tuvimos mucha suerte con la posición de Galileo en el momento del impacto, no fue así en otro aspecto: la principal antena de comunicación de la sonda, mediante la cual debía habernos enviado cantidades ingentes de imágenes, no se abrió del todo, con lo que nunca recibimos tanta información como deberíamos haber obtenido, a pesar de que la sonda sí tomase más fotografías, no sólo del impacto sino de Júpiter y sus satélites. Aunque parezca extraño, la culpa puede haberla tenido el Challenger: Galileo había estado listo para el lanzamiento años antes de salir de la Tierra, pero el desastre del transbordador postergó su misión, y la sonda estuvo guardada años… y pensamos que, durante esos años, parte del lubricante de la antena puede haberse evaporado (y nadie se dio cuenta, algo que nunca debería haber ocurrido).
El intenso campo magnético y cinturones de partículas asociados a Júpiter, por cierto, de los que ya hablamos en la entrega anterior, también hicieron algunos estragos sobre Galileo, a pesar de que ya conocíamos su existencia y la sonda estaba más o menos preparada para el embate; hubo hasta 20 anomalías menores originadas por el violento entorno magnético del gigante, pero nada comparable al fiasco de la antena principal. Afortunadamente, la parte más importante de la sonda funcionó más o menos bien –no perfectamente, pero bueno– y nos permitió dar el siguiente paso fundamental en la exploración del gran Brihaspati: descender bajo la cima de las nubes.
Sí, lo que hacía a Galileo realmente especial es que llevaba consigo un módulo de entrada atmosférica de unos 340 kilos, que fue lanzado hacia el planeta cinco meses antes de que Galileo llegase a él, con el objeto de que penetrase bajo las nubes jovianas y, una vez frenado su descenso, abriese un paracaídas y descendiese lo más posible dentro de la atmósfera del planeta, tomando lecturas de absolutamente todo lo posible –temperatura, presión, velocidad del viento, espectroscopía, radiometría– antes de ser triturada, irremediablemente, por las presiones astronómicas en las capas bajas de la atmósfera joviana.
Aparte ya de la riqueza increíble de los 3,5 MB de información que nos envió el módulo de descenso, su propio diseño y construcción son una maravilla del ingenio humano, y quiero darte algunos datos para que, como a mí, espero que se te quede la boca abierta ante los números involucrados. El módulo llegó a la cima de la atmósfera joviana a unos 170 000 km/h. Sin embargo, a pesar de que esta velocidad es sólo ligeramente inferior a la del Shoemaker-Levy 9, el módulo no sólo no fue destruido en mil pedazos, sino que sobrevivió en una pieza con todos sus sistemas funcionando a la perfección.
En sólo dos minutos, el módulo frenó desde su vertiginosa velocidad inicial hasta valores inferiores a la velocidad del sonido, y soportó una aceleración máxima de unos 2 200 m/s2, ¡unos 230 g! Tal fue la violencia del frenado que el escudo térmico en la “nariz” del módulo, que constituía la mitad de su masa total, perdió la mitad de su propia masa en el empeño, “pelándose” ante la tremenda presión y el calentamiento consecuente debido al frenado en la atmósfera joviana.
Una vez hubo frenado lo suficiente, y con una presión atmosférica de 0,4 bares –alrededor del 40% de la presión atmosférica en nuestra superficie–, el módulo se desprendió de su “sombrero” y liberó y abrió un paracaídas. La sonda Galileo, que se encontraba acercándose aún a Júpiter, localizó el módulo y ambos establecieron un canal de comunicación por radio. La cuestión es que el pequeño módulo no disponía de sistemas de comunicación lo suficientemente potentes como para que su información alcanzara la Tierra, de modo que enviaba los datos a Galileo para que éste, a su vez, actuase de repetidor y los mandase a la Tierra.
A partir de ese momento, el pequeño módulo fue descendiendo más y más hacia el interior de la atmósfera del gigante, una mota de polvo insignificante en la inmensidad de Júpiter. Todo el tiempo, los instrumentos fueron enviándonos los datos recogidos, lo cual nos permitió obtener una cantidad ingente de información, contenida en esos preciosos 3,5 MB, sobre las condiciones atmosféricas y su composición.
En primer lugar, el pequeño módulo atravesó la exosfera del planeta, similar en comportamiento y condiciones a la de la Tierra: la temperatura es allí enorme, pero significa poco, porque hay un número muy pequeño de partículas y una presión, por tanto, despreciable, de modo que el propio concepto de “temperatura” no tiene demasiado sentido. Por debajo de ella había bien definida una termosfera, es decir, una región en la que la temperatura aumenta bruscamente con la altitud – con lo que la pequeña sonda, al descender, fue observando cómo la temperatura descendía según aumentaba la presión.
En la base de la termosfera, la presión es de 0,001 milibares, es decir, aún minúscula, y la temperatura es ya de unos -70 ºC. Por debajo de esa altitud, la temperatura se mantiene más o menos estable, disminuyendo muy ligeramente al descender: se trata de la estratosfera joviana, con un espesor de unos 270 km, aún por encima de las nubes. En la estratosfera hay ya cierta neblina muy tenue, constituida por hidrazina (N2H4) y algunos hidrocarburos aromáticos, pero todavía no sucede casi nada interesante por la estructura térmica, que minimiza los movimientos verticales en la atmósfera, como sucede en nuestra estratosfera.
En la base de la estratosfera, con una presión de unos 100 milibares (alrededor de 0,1 atmósferas) y una temperatura de unos -160 ºC, se encuentra la tropopausa y, por debajo, la troposfera del planeta, donde se producen casi todos los fenómenos meteorológicos, como en nuestro propio planeta. Por debajo de la tropopausa la cosa sí se pone interesante y, como vimos en el artículo anterior, muy violenta, pues además de una presión elevada, el perfil de temperatura, como en la Tierra, es el adecuado para ello: según bajas hacia el “suelo” (que no es tal, como veremos luego), la temperatura aumenta y la convección desempeña un papel fundamental en los procesos atmosféricos.
La composición de la atmósfera, como ya sospechábamos por las mediciones espectroscópicas realizadas desde la Tierra y por las sondas anteriores, era fundalmente hidrógeno molecular: alrededor del 81% de la masa de la atmósfera es H2, y casi todo el resto es helio. Los demás elementos constituyen cantidades ínfimas de la atmósfera del gigante, aunque sus efectos –como las nubes, de las que hablaremos en un momento– sean bien visibles. Según el módulo descendía, detectó también compuestos simples: agua (H2O), metano (CH4), amoníaco (NH3), fosfina (PH3), dióxido de carbono (CO2), monóxido de carbono (CO), etc.
En la alta troposfera, el módulo atravesó las primeras nubes, formadas por cristales de hielo de amoníaco, todavía a temperaturas muy por debajo de 0 ºC y a una presión muy similar a la que tenemos en la superficie terrestre, de alrededor de 1 atm. Ahí es donde suele tomarse el valor de “altitud 0” en Júpiter, ya que como veremos luego no hay una superficie definida en el planeta como sucede en el nuestro.
A partir de ahí, la presión se vuelve cada vez más opresiva, aunque el módulo atmosférico estaba preparado para soportar presiones y temperaturas bastante grandes. Por debajo de las nubes de hielo de amoníaco, que son las que dan el color claro a los cinturones de los que hablamos en el artículo anterior, se encuentra una segunda capa de nubes, que en los cinturones está tapada por los cristales de amoníaco pero es visible en las zonas oscuras. Esta segunda capa de nubes está formada por distintos compuestos, y aún no tenemos una lista exacta, pero el módulo de Galileo detectó fundamentalmente sulfuro de amonio ((NH4)2S) e hidrosulfuro de amonio ((NH4)SH), que dan el color ocre a las zonas.
Imagina la escena si hubieses podido sobrevivir, montado en el módulo, a la aceleración extrema del frenado, sumergiéndote en esa atmósfera extraterrestre… descendiendo bajo las primeras nubes, más espesas que toda la troposfera terrestre, con otras nubes decenas de kilómetros por debajo de ti. Un horizonte más grande que cinco tierras extendido a tus pies, y nieve de amoníaco cayendo sobre ti mientras vientos de cientos de km/h hacen bandearte el paracaídas con una fuerza indescriptible y un ruido ensordecedor, y rayos descomunales iluminan tu viaje. Pronto alcanzarías la segunda capa de nubes más oscura, y nuevas turbulencias, y las cosas serían todavía más extrañas según la presión se hace opresiva.
Esta segunda capa de nubes se encuentra ya a presiones de hasta tres veces la nuestra, y a temperaturas que, aunque todavía por debajo de 0 ºC, se van acercando poco a poco a este valor. De hecho, a presiones de entre 3 y 7 veces la existente en la superficie terrestre aparecen ya nubes de agua y temperaturas superiores a 0 ºC. Como recordarás, estas temperaturas son realmente tórridas para la región del Sistema Solar en la que nos encontramos, y existen fundamentalmente gracias a la contracción gravitatoria continua de Júpiter. Recuerda que, aunque estas nubes tengan una composición idéntica a las nuestras, y aunque la temperatura sea también similar a la de nuestra propia atmósfera a baja altitud, la presión es terriblemente alta, y la intensidad de los movimientos atmosféricos, vientos y tormentas, inimaginable para nosotros.
De hecho, las condiciones son tan extremadamente diferentes de las nuestras que son difíciles de asimilar. El pequeño módulo descendió más allá del lugar en el que se alcanza el punto crítico del hidrógeno (-240 ºC y unas 12 atm); por debajo de ese lugar no tiene siquiera sentido distinguir el hidrógeno molecular líquido del gas, ya que ambos se comportan esencialmente igual. Esto sucede para otros compuestos a temperaturas y presiones diferentes (para el agua, por ejemplo, a 374 ºC y 218 atm), pero la consecuencia final es que según nos adentrásemos más en la atmósfera de Marduk, nunca alcanzaríamos un cambio de fase gas-líquido ni gas-sólido, como sucede en la Tierra entre la atmósfera y el océano o los continentes… poco a poco la cosa se volvería más y más densa y caliente hasta convertirse en un gas-líquido de una densidad tremenda.
El módulo atmosférico siguió bajando hasta que, a una profundidad de 140 km por debajo de la “altitud 0” y tras alrededor de una hora de descenso, los sensores avisaron de sobrecalentamiento y de un inminente daño en los circuitos… y luego dejó de transmitir. En ese momento, la presión era de 24 bares y la temperatura de unos 150 ºC. Poco tiempo después, si las condiciones siguieron modificándose de manera similar a la detectada por el módulo, el paracaídas se derritió, y algo más tarde lo haría el aluminio que formaba parte del módulo. La estructura principal, de titanio, aguantaría algunas horas más, ya hueca e inerte, hasta fundirse y luego vaporizarse. Los metales del módulo forman hoy parte del interior de Júpiter debido a su elevada densidad, en forma de fluidos supercríticos.
Desde luego, no sabemos con absoluta certeza lo que encontraríamos si siguiéramos sumergiéndonos en la atmósfera joviana más allá de lo que hizo el módulo de Galileo, pero sí tenemos una idea de lo que puede existir, de acuerdo con nuestros mejores modelos que concuerdan con los datos observados desde fuera. Como he dicho antes, el módulo nunca hubiera alcanzado una superficie, sino que hubiera seguido inmerso en ese hidrógeno convertido en un fluido supercrítico, una suerte de gas-líquido cada vez más caliente y denso, hasta que la presión y temperatura hubieran alcanzado otro par de valores fundamentales: 10 000 K y 2 000 000 bar (sí, unos dos millones de veces la presión atmosférica en la superficie terrestre).
En esas condiciones extremas, los propios átomos de hidrógeno que forman casi todo el gigante están tan comprimidos que los átomos se rompen y los electrones se acercan tanto unos a otros que su posición se aproxima a incumplir el principio de exclusión de Pauli. La presión gravitatoria es tan grande que supera incluso las tremendas fuerzas de repulsión entre ellos, provocando un conato de colapso gravitatorio, que sólo es evitado por una razón: el principio de exclusión de Paulio, dicho con otras palabras, la presión de electrones degenerados. Ya hemos hablado de este concepto al estudiar las enanas blancas en La vida privada de las estrellas, pero básicamente la incertidumbre cuántica es lo único que evita que Júpiter se colapse y se convierta, debido a su propia gravedad, en un agujero negro.
De hecho, la densidad en el interior de Júpiter es mayor que en el centro del Sol, ya que nuestra estrella, al producir la fusión del hidrógeno en su interior, se encuentra en equilibrio hidrostático debido a la presión hacia fuera provocada por esa liberación de energía… que no existe en el caso de Júpiter. Desde luego, Júpiter no tiene la masa suficiente para superar la presión de electrones degenerados y convertirse en algo aún más exótico, como una estrella de neutrones, pero casi el 80% de la masa del gigante está degenerada de este modo, como una amalgama increíblemente densa de protones y electrones.
Este hidrógeno forma algo parecido a un metal, con una malla de núcleos con electrones que no pertenecen a ninguno en concreto, y de hecho se denomina hidrógeno metálico. Una vez alcanzados los terribles valores de presión y temperatura necesarios que he mencionado antes, nos zambulliríamos en este hidrógeno metálico, y no veríamos otra cosa según nos acercásemos hacia el núcleo del planeta hasta llegar prácticamente al centro, dada la abundancia del hidrógeno en Júpiter y las extremas condiciones de presión debido a su masa. Desde luego, la presión y temperatura seguirían aumentando según nos adentráramos en él, hasta alcanzar un valor de unos 36 000 K de temperatura y unos 40 millones de bares al llegar al núcleo.
Porque, a partir de las densitometrías realizadas por las sondas que hemos enviado al gigante, estamos relativamente seguros de que, más allá del hidrógeno metálico degenerado, hay un núcleo aún más denso, formado por las pequeñas cantidades de elementos realmente pesados –metales en su mayor parte– que formaron parte del planeta desde su formación. Desde luego, “pequeñas cantidades” es un término relativo al tamaño total de Júpiter; nuestros modelos sugieren un núcleo con una masa de entre 12 y 45 veces la Tierra. Y, una vez más, no tiene sentido hablar de un núcleo “rocoso” ni nada parecido, porque las presiones de decenas de millones de bares y esas temperaturas tan altas suponen que absolutamente todos los constituyentes del núcleo son fluidos supercríticos o materia degenerada.
Sin embargo, esto son modelos basados en datos no demasiado precisos, y hay quien piensa incluso que las corrientes de convección pueden haber “sacado” el núcleo del planeta hace mucho tiempo, y que Júpiter puede tener básicamente hidrógeno metálico hasta el centro. La sonda Juno, que enviaremos en 2011, tomará medidas mucho más precisas que ninguna que hayamos obtenido hasta ahora para poder escrutar con más exactitud las entrañas de Júpiter y determinar la naturaleza y tamaño de su núcleo, además de otras cosas, claro. Como puedes ver, Galileo sólo arañó la superficie del gigante, y aún nos queda mucho por saber de su interior.
Pero Galileo no sólo se dedicó a escudriñar el interior de Júpiter; como veremos más adelante, obtuvo preciosa información sobre sus lunas, y también sobre sus anillos que rodean a Brihaspati. Porque, además de docenas de satélites, este Leviatán tiene su propio sistema de anillos, delicados y etéreos, menos espectaculares que los de Saturno pero también fascinantes. Galileo fue una de las sondas que más información obtuvo sobre ellos, y de estos anillos hablaremos en la cuarta entrega sobre Júpiter. Además, nos acercaremos una vez más al gigante de la mano de la siguiente sonda en visitarlo, la Cassini, y sospecho que saldrás de ese artículo con un buen puñado de fondos de pantalla de los que hacen soñar.
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Pedro Gómez-Esteban González. (2009). El Tamiz. Recuperado de: https://eltamiz.com/el-sistema-solar/